lunes, 17 de marzo de 2025

 El rebelde



Escucho y escucho teorías, dijo,
atendí durante toda mi vida
a teorías
sobre cómo predisponerse
a la llegada de la poesía,
pero jamás nadie
me anticipó
que podía llegar un momento
en que tendría que encontrar la manera
de escapar de ella.

Plantándose delante
con sus túnicas y sonajeros
su lengua de ahorcada
su bocina de victrola
siempre inoportuna
cuando yo me tiro, dijo,
para conectarme al respirador,
cuando me caigo
en los primeros brazos que encuentro
para conectarme
a un corazón artificial
cuando me despierta
el grito de mis sueños
ahí está
en el medio
tirándome la manga,
haciéndome una zancadilla,
la bobita
parlanchina.

Como la fama
que sólo ama a quien la desprecia,
la poesía sólo visita
a quien
alguna vez la cortejó
y ahora tiene otras urgencias.
Y entonces
o la echás a patadas
o te ahoga.

Enrique Butti

domingo, 12 de enero de 2025

Rodolfo Kusch y su exilio: la confirmación de su identidad americana


En el presente escrito se intentará ver de qué forma se relacionan el exilio en Maimará (1) del filósofo argentino Günter Rodolfo Kusch con su pretensión de desnudar una filosofía propia de nuestra América. En este sentido, se buscará interpretar su exilio como una consecuencia de su pensamiento, sin desmerecer la influencia de los acontecimientos sucedidos en el país. La base de esta hipótesis se sostendrá en que la elección del autor de radicarse en esta localidad jujeña no es casual, sino que responde a una continuidad con su propuesta teórica. Las características propias de este suelo y, sobre todo, su cultura andina invitan a desarrollar este trabajo en tanto que confirman en los hechos la búsqueda que el propio pensador emprendió con sus obras.

            Kusch se instala en Salta en el año 1973 a partir de una invitación de Holver Martínez Borelli, quien estaba a cargo de la Universidad Nacional de Salta, para formar parte del equipo de la Facultad de Humanidades. Este sería su primer traslado definitivo al norte del país. En este periodo, además de trabajar tiempo completo para la Universidad, organizó el servicio de Relaciones latinoamericanas y participó de varios proyectos de investigación, de acuerdo con lo indicado por su entonces esposa Elizabeth Lanata de Kusch en una entrevista realizada en el 2015. Sin embargo, la pretensión de ser la Universidad centro sudamericana se vio interrumpida por las políticas implementadas por las fuerzas armadas luego del golpe de Estado de 1976. Pocos días después de este hecho, a través de un decreto general se decidió unilateralmente cesantear en el cargo a varios profesores, entre los cuales se encontraba Kusch. En palabras de Elizabeth, “se usaba una palabra que no era «subversivo» pero era algo así como «gente que no colabora con las nuevas autoridades» y se los echaba. Con ese antecedente, esa persona ya no podía entrar en ningún lado a trabajar (2015). Como consecuencia de esto, el pensador argentino decidió volver con su familia a Buenos Aires, aunque la escala en su provincia natal fue muy breve. Al cabo de unos pocos meses, tomaron la decisión de irse a vivir a Maimará.

            Estos fueron los hechos crudos de la vida del autor –y su familia– a partir de los acontecimientos sociopolíticos sucedidos en nuestro país durante la década del ’70. Ahora bien, la pregunta que emerge es por qué Maimará, interrogante que le hacían cuando se radicó definitivamente allí y con la que abre su breve texto Vivir en Maimará. En sus viajes se pueden encontrar pistas que permiten esbozar una respuesta ya que fueron decisivos en la configuración de su pensamiento.

            Uno de sus obras más consagradas es América profunda y en su exordio plantea haber dado con el fundamento de lo americano en su dimensión humana, social y ética, tarea que había quedado pendiente de su primera obra La seducción de la barbarie (2007, v.2: 3). Para conseguirlo, el autor aclara que deja de lado el método tradicional de las ciencias sociales y decide “hacerlo al modo antiguo, sondeando en el hombre mismo sus vivencias inconfesadas, a fin de encontrar en los rincones oscuros de su alma, la confirmación de que estamos comprometidos con América en una medida mucho mayor de lo que creíamos” (2007, v.2: 4). Considera necesario comprometerse vivencialmente con esta búsqueda y no plantearlo como un objeto de investigación. Es decir, sostiene la necesidad de desmarcarse de una indagación teórico descriptiva propia de un investigador occidental –o bien, de la cultura oficial– para adentrarse en su propia búsqueda entendida como una transformación subjetiva. En este sentido, Kusch afirma que no hay manera más eficaz de encontrar una verdad americana que la del propio viaje y con ello comienza a mostrar la importancia de trasladarse de un lugar a otros. En palabras del autor:

desde un primer momento pensé que no se trataba de hurgarlo todo en un gabinete, sino de recoger el material viviente en las andanzas por América, y comer junto a su gente, participar de sus fiestas y sondear su pasado en los yacimientos arqueológicos: y también debía tomar en cuenta ese pensar natural que se recoge en las calles y en los barrios de la gran ciudad. (2007, v.2: 5)

Asimismo, en la obra Indios, porteños y dioses el autor comienza narrando sus experiencias de viaje al norte del país y cómo en ellos se topa con el indio de la puna, un encuentro que no puede ser reflejado por las fotografías porque siempre la realidad se escapa del retrato y se impone sobre el viajero. Nuevamente, a partir de esta obra se puede ver cómo no pretende tomar al indio como objeto de conocimiento distanciándose de él en tanto sujeto investigador. Por el contrario, lo que a Kusch le interesa remarcar es ese punto de contacto entre ambos, la continuidad que se da entre ellos y que permite interpretar el presente.   

En este sentido, en América profunda Kusch se vale de las categorías de ser y estar para poder diferenciar la cultura occidental de la cultura andina (2). Ambas son maneras disímiles de situarse en el continente y con las que se enfrenta a la ira de Dios, aquellas fuerzas de la naturaleza que se materializan en un trueno, un relámpago o un tornado, por ejemplo. Mientras que la cultura del ser es dinámica y modifica esa naturaleza creando una segunda realidad, la cultura quichua es estática y pasiva por lo que se limita a recibir y ser parte de esa naturaleza. Es decir, por un lado, el occidental se refugia en la ciudad (patio de los objetos) para poder protegerse de esa ira divina la cual es reemplazada por la ira del hombre y, por el otro lado, el quichua considera que la realidad ya está cargada de sentido y la acepta. Ahora bien, desde el principio del libro el autor muestra cuál va a ser la relación entre ambos:

La intuición que bosquejo aquí oscila entre dos polos. Uno es el que llamo el ser, o ser alguien, y descubro en la actividad burguesa de la Europa del siglo XVI y, el otro, el estar, o estar aquí, que considero como una modalidad profunda de la cultura precolombina (…). Ambas son dos raíces profundas de nuestra mente mestiza –de la que participamos blancos y pardos– y que se queda en la cultura, en la política, en la sociedad y en la psique de nuestro ámbito.

De la conjunción del ser y del estar durante el Descubrimiento, surge la fagocitación, que constituye el concepto resultante de aquellos dos y que explica ese proceso negativo de nuestra actividad como ciudadanos de países supuestamente civilizados (2007, v.2: 5).

            Así, se puede ver la dialéctica que propone Kusch entre estos dos polos y de la cual resulta el tercer momento que tiene continuidad en nuestro presente. De ahí que el autor comience el texto sosteniendo la firme convicción de que hay una continuidad del pasado americano en el presente, aun cuando éste se encuentre poblado de inmigrantes (2007, v.2: 3). No obstante, esta raíz americana es silenciada y negada por la cultura del ser. En nombre de la “civilización” se ha intentado construir Argentina –y América– tapando la “barbarie”, ya sea eliminándola o bien “educándola” para progresar (3). Al respecto, Kusch sostiene:

Por una parte, los estratos profundos de América con su raíz mesiánica y su ira divina a flor de piel y, por la otra, los progresistas y occidentalizados ciudadanos. Ambos son como los dos extremos de una antigua experiencia del ser humano. Uno está comprometido con el hedor y lleva encima el miedo al exterminio y el otro, en cambio, es triunfante y pulcro, y apunta hacia un triunfo ilimitado aunque imposible (2007, v.2: 18).

            En este fragmento aparecen dos nuevas categorías de las que se vale el pensador argentino: pulcritud y hedor. Mientras que la primera está asociada a la cultura del ser, la segunda está emparentada con la del estar. En este sentido, el hedor es todo lo que excede a uno y no puede entender. Aquello que se encuentra más allá de la ciudad y la propia comodidad. Así, se puede explicar por qué cuando alguien viaja al altiplano desde la gran urbe se siente extraño y no puede entender al indio o al mendigo con el que se topa (2007, v.2: 11). El ambiente se presenta hostil y genera una sensación de adversidad por lo desconocido. De ahí que los viajeros intentan refugiarse en su propia pulcritud como antídoto frente a eso. Siguiendo a Kusch:

Se trata de una aversión irremediable que crea marcadamente la diferencia entre una supuesta pulcritud de parte nuestra y un hedor tácito de todo lo americano. Más aún, diríamos que el hedor entra como categoría en todos nuestros juicios sobre América, de tal modo que siempre vemos a América como un rostro sucio que debe ser lavado para afirmar nuestra convicción y nuestra seguridad (2007, v.2: 12).

            La pulcritud viene a ser la respuesta occidental que tapa el miedo originario evitando asumirlo. Frente a esa cultura del estar que lo recibía estáticamente, la cultura del ser construye ciudades en nombre de la pulcritud y el progreso con las que se protege de él. Ahora bien, Kusch indica que este hedor no es algo que podamos borrar con el mito de la pulcritud y por eso aparece continuamente excediendo la capacidad que tienen las personas para remediarlo. El hedor es parte de ese miedo original que el hombre creyó desterrar creando su pulcra ciudad (2007, v.2: 15). Con esto, se quiere intentar mostrar que el hedor no es algo que está por fuera de uno y lo asalta repentinamente, sino que también se encuentra reprimido en el interior de las personas. En última instancia, jugando al ser civilizado los ciudadanos creen haberse librado de los miedos originarios, pero en el fondo lo hediento vuelve a brotar una y otra vez mostrando su debilidad frente a él y su continuidad con el indio o el mendigo. Así, “el hedor en América implica un llamado al ser humano a involucrarse con su interioridad, a esa verdad existencial y primaria que el indio la posee a flor de piel, el mestizo la encubre y el blanco la niega en pos de la máquina y la técnica” (Jordán Chelini, 2012: 4). Esta interacción entre el ser y el estar, entre la pulcritud y el hedor, están dentro de un movimiento dialéctico que encuentra su tercer momento en la fagocitación. Esto es, “la absorción de las pulcras cosas de Occidente por las cosas de América, como a modo de equilibrio e integración de lo humano en estas tierras” (2007, v.2: 18).

            Esta continuidad americana en el presente sugiere la posibilidad de pensar que para conocer América tenía que viajar a los más profundo de ella a la vez que debía exiliarse internamente, que no es otra cosa que volver sobre uno mismo. El viaje a la puna es la búsqueda de sí mismo a partir del encuentro con el otro en la medida en que “todo encuentro real con el otro, con otros, arraiga en definitiva en un encuentro con el origen” (Maturo, 2010: 45). Es un viaje hacia aquella parte olvidada, negada y silenciada pero que sigue estando presente. Ya en sus primeras travesías se ve el interés del autor por indagar qué lo separa a él de la vida andina y, lo que es más interesante aún, qué es lo que lo une. Así, en Indios, porteños y dioses sostiene:

(…) Y nos invadía entonces una rara sensación, como si nos hubieran echado, como si no nos necesitaran y nos hubieran segregado desde el primer momento en que pisamos su tierra, y sin embargo con esa firme convicción de haber dejado ahí la mitad del hombre, al otro lado de la frontera, del lado de ellos y de que nos habíamos venido sólo con la otra mitad, la que llamamos nosotros (2007, v. 1: 239).

En este fragmento, es notorio cómo a pesar de las visibles diferencias hay algo que lo mantiene ligado a esa comunidad. Aunque los estilos de vida sean distintos, hay algo que nos convoca a todos como existentes y que tiene que ver con el misterio propio de vivir. Por eso es que en el texto Cuando se viaja desde Abra Pampa intuía que entre el viejo mamaní y él había un suelo común a pesar de que aquel se dedicaba a llevar un cordero cuarteado para vender y él se dedicaba a escribir, ser profesor y vivir en una casa de ladrillos (2012).

Kusch escribe en su texto Vivir en Maimará que esta localidad jujeña “está ubicada en una zona en la cual no se viviría así no más. Es como si estuviera del otro lado, como salvando una frontera. Y he aquí el problema, ¿existe esa frontera? Y más aún, esa frontera ¿está afuera o adentro de uno?” (2013). Se puede pensar que el autor se exilia al norte argentino intentando conciliar la verdad americana encontrada con su vida cotidiana. Es decir, el exilio del autor puede ser interpretado como una continuidad entre su pensamiento y su vida. Exiliarse para el autor no era otra cosa que arraigarse. Si se toma en cuenta que el hedor es aquello que está oculto y que se busca permanentemente tapar, la única posibilidad para ser uno mismo era traspasar aquella barrera de la comodidad construida con los diferentes utensilios, que nos protegen pero también nos aíslan de la naturaleza y de quienes somos. Dice Kusch, “al otro lado de la frontera está uno mismo otra vez pero ahora frente a la montaña, en medio de la gente de Maimará, la que igual que uno crea su pequeño imperio para vivir, pero para hacer esto con una mayor autenticidad, ya que no alcanzan más las fronteras” (2013). Lo que el autor propone es reivindicar aquellas viejas enseñanzas de los sabios quienes afirman que del otro lado de la frontera está el infierno, pero siempre es necesario descender hacia allí para transformarse, recobrar la lucidez y lograr la conciencia de ser uno mismo (2013). Será, entonces, que siempre se está en un centro y lo que está más allá es el caos. Tal vez la vida se juega en ese cruzar las propias fronteras que se nos presentan ya que lo que se encuentra del otro lado también forma parte del plan divino.

A partir de lo expuesto previamente, se puede ver cómo la propuesta teórica de Rodolfo Kusch tuvo continuidad en las decisiones que tomó para su vida. La búsqueda de una verdad americana implicó adentrarse en la América profunda y estos viajes transformaron su subjetividad. Así, hay un exilio territorial en su propia tierra cuando decide irse a vivir a Maimará a finales de la década del ’70 pero también un exilio interno en la medida en que el lugar elegido encarna aquello que pensaba. Sin dudas, Kusch no hubiera sido el pensador que fue sin los viajes realizados ya que fueron fuente principal de su propuesta teórica, pero también se podría sugerir la posibilidad de que su reconocimiento esté ligado a su exilio. No es casual que hoy en día se asocia al autor directamente con Maimará, lugar en el que solo vivió un breve periodo de tiempo al final de su vida, y por eso muchos turistas que visitan esta localidad jujeña averiguan cuál era la casa en la que vivió este pensador.

Durante el paso por la vida algunas voces afirman que es necesario perderse para volver a encontrarse y puede que eso haya sido lo que lo motivó a exiliarse definitivamente a Maimará. Volver a la puna fue volver a ese miedo originario que hace que uno sea quien realmente es. Su exilio fue una decisión ética en la que articuló pensamiento y acción, una decisión ética con la que buscó no quedar al margen de sí mismo.

NOTAS:

(1) Maimará es una localidad ubicada en el Departamento de Tilcara de la provincia de Jujuy

(2) Kusch explica que la categoría estar tiene influencia del dasein heideggeriano entendido como ser ahí. No obstante, considera que éste en realidad está más emparentado a un mero darse, pero en la lengua alemana –y en las lenguas sajonas– no hay distinción entre ser y estar. Así, utilizan el sein para ambas mientras que en el español sí se puede hacer tal distinción. Esto lleva al pensador argentino a identificar la cultura quichua con el estar a diferencia de la cultura occidental que está relacionada al ser.

(3) Se puede tomar a modo de ejemplo lo que varios intelectuales de la generación del ’37 proponían para la construcción del propio país. Un común denominador de estos pensadores era tomar a Europa como referencia y sinónimo de lo civilizado.

miércoles, 25 de diciembre de 2024

viernes, 20 de diciembre de 2024

La maldición de la mujer defectuosa

por Juan Forn 

Siempre me llamó la atención que, con lo que adoraba Hollywood Manuel Puig, se privara de estar ahí cuando El Beso de la Mujer Araña recibió cuatro nominaciones al Oscar, en 1985. También se perdió el triunfo en Broadway, cuando El Beso se convirtió en un musical y arrasó con siete premios Tony, en 1992. Ambos momentos forman parte de la larga cadena de sinsabores que le ocasionó a Puig el éxito de El Beso de la Mujer Araña. El mismo pareció anticiparlo en una frase que pone en boca de Molina, el homosexual que protagoniza la novela (y que pierde parte de ese protagonismo en la película y otra parte más en el musical): “Todas las mujeres defectuosas tienen un triste final”.

Puig definía a Molina como mujer defectuosa: “Ese tipo de homosexual identificado con el cliché de la mujer dominada pero heroica del cine de los años ’40, que no quiere o no puede cambiar su identificación con esa fantasía”. Como se sabe, Puig ponía a Molina en una misma celda de prisión con un guerrillero llamado Valentín Arregui Paz. Molina debía sonsacarle información a Arregui; para eso lo habían puesto en esa celda las autoridades carcelarias. Arregui terminaría cayendo en las redes de Molina, según los carceleros, porque un macho necesita ponerla donde sea, incluso enjaulado, especialmente cuando está enjaulado. Y Arregui era en el libro el epítome del guerrillero. Y, en los años ’70, el guerrillero era el epítome de lo macho. Esa era la asombrosa novela que había escrito Puig en el año 1975, corrido de la Argentina por la Triple A, viviendo en casas prestadas entre México y Nueva York, mirando en forma obsesiva viejos melodramas en blanco y negro por televisión, noche tras noche (de ahí había sacado la herramienta con que Molina seduce a Arregui en el libro: contándole películas, en la oscuridad de la celda, noche tras noche).

Cuando el libro se publicó en España (ya había ocurrido el golpe en Argentina) tuvo, aquí y allá, muchos más detractores que defensores. No sólo entre pacatos y reaccionarios: Ugné Karvelis, ex esposa de Cortázar, recomendó a Gallimard no publicarlo “porque deja mal parada la lucha de los revolucionarios latinoamericanos”, y la misma decisión tomaron casi todos los demás editores de Puig en Europa. Era un libro-anatema para la época. Pero Puig estaba convencido, cuando se instaló en Nueva York en 1976, que Hollywood llevaría su novela al cine. Incluso contrató (a pesar de su célebre tacañería) a la Agencia Lynn Nesbit para que lo negociara. Pero detestó que el interesado mayor fuese un argento-brasileño llamado Héctor Babenco y que Babenco consiguiese interesar para el papel de Molina a Burt Lancaster, quien estaba ya medio gagá y abrazó el proyecto como una oportunidad única de hacer pública su homosexualidad, para espanto de los productores, que respiraron aliviados cuando un episodio cardíaco bajó a Lancaster del proyecto. La agencia que lo representaba informó entonces que el joven maravilla William Hurt estaba interesado en el papel de Molina y que podían conseguir a un respetado actor de Broadway (el portorriqueño Raúl Juliá) para hacer a Arregui.

Poco pareció importarles que, en la novela, Molina tuviese cuarenta años y Arregui veinticinco. Menos aún que Babenco no hablara inglés y que Hurt hubiese detestado Pixote y que todos en el set estuvieran al tanto de que Puig detestaba el guión tanto como al director y al actor principal (la película se filmó en Brasil y Puig vivía allí desde 1980). Al segundo día de rodaje, Babenco y Hurt casi se trompean y no se dirigieron más la palabra. Hurt dirigió sus escenas y también la actuación de Juliá. Babenco sólo pudo encargarse de las breves (e interminables) secuencias kitsch con Sonia Braga. Cuando la película estaba en montaje en Los Angeles, a Babenco le diagnosticaron un cáncer: creyendo que se moría, prefirió volverse a Brasil con su familia y dejó la película en manos de los montajistas. Nadie podía creerlo cuando la semihuérfana copia terminada empezó a cosechar premios, desde Cannes hasta la noche de los Oscar.

Puig no había querido ir ni al estreno brasileño. En una fallida cena organizada por los productores, Hurt le había confesado que, en sus años escolares, una pandilla de compañeros de curso le habían dado una paliza y que ésa era la matriz que había usado para componer el personaje de Molina. Puig contestó por lo bajo que Hurt nunca comprendería “cómo uno podía amar a esos muchachos que te golpean en el patio”. En una carta que le escribe a Cabrera Infante es más enfático aún: “Mataron el núcleo de la historia, que era la alegría de vivir y el humor de Molina. Hurt está tan torturado y neurótico como en la vida real. El pobre Juliá está mejor, a pesar de que su personaje casi no existe. Dudo que lo poco que queda conmueva a la gente”. Traicionado por Hollywood, Puig se ilusionó con una revancha en Broadway y asistió a una reunión en Nueva York con Hal Prince, responsable de las versiones musicales de Cabaret y Chicago e interesado en hacer lo mismo con El Beso de la Mujer Araña. Según Prince, Puig lo trató con recelo hasta que él dio a entender que la película no le había gustado nada: segundos después, el tímido escritor escenificaba por toda la sala de reunión cómo debían ser los cuadros del musical. Los que conocían a Male, la madre de Puig, decían que era el verdadero Manuel. Yo creo que no ha de haber habido un Molina mejor que el encarnado por Puig en aquellas oficinas del centro de Manhattan.

Pero la Maldición de la Mujer Defectuosa fue más fuerte: una sencilla operación de vesícula terminó matando de manera absurda a Puig en Cuernavaca. Mientras tanto, en Nueva York, Prince cambiaba una y otra vez de enfoque y guionista, acumulando un rojo de dos millones de dólares en el banco cuando por fin estrenó en Broadway. En el camino, había traicionado las promesas hechas a Puig en aquella reunión en Manha-ttan. Si Hurt había desvirtuado al Molina original, el musical lo sometió a una indignidad mayor: lo desterró a personaje secundario. Quienes hayan visto la película recordarán que Sonia Braga aparecía tres o cuatro veces “corporizando” los melodramas que Molina le contaba a Arregui. En el musical, ése es el papel descollante: el que tiene los mejores cuadros, las mejores canciones, el vestuario más impactante, el máximo tiempo sobre el escenario. Todo lo que hacía inolvidable a Molina en la novela, en el musical lo hace no una mujer defectuosa sino una potra.

Esa paradoja es el triste final, el castigo que sufrió El Beso de la Mujer Araña: que una obra que celebraba como ninguna otra el encanto, el coraje y la nobleza de los gays feos, patéticos y anónimos terminara teniendo como protagonista-fetiche a una mujer despampanante. El día en que le den ese papel y el de Molina a un mismo actor, el día en que alguien sobre un escenario haga lo que hizo Manuel Puig para Hal Prince en aquellas oficinas en el centro de Manhattan, terminará de cerrarse el círculo y quizás así se extinga por fin la Maldición de la Mujer Defectuosa.

Publicado el viernes 7 de mayo de 2010

lunes, 18 de noviembre de 2024

 

Paraguay 

Panteón de los Héroes


Lido Bar, un clásico de Asunción 


Palacio López



Arte popular 







lunes, 14 de octubre de 2024

 Poema de Hugo Caamaño



El amor en las calles

 

 Capital, Buenos Aires. Cielo bajo.

Ay, ¿no me oyes, amiga, esposa ajena,

tornasolada cuerda del deseo?

El día es un salón iluminado.

Salgo a buscarte en él y no te encuentro.

A lo mejor mañana -entre la gente-

tus calles desbordantes me la entregan,

ciudad de férreas patas enterradas

a un costado del agua y de los barcos.


Alguna vez invade donde espero.

Entra al café con su pollera corta

y parada en el corazón los finos tacos

de sus zapatos negros me hacen daño.

Para tanta pasión soy muy pequeño.

Y aunque se ha ido, yo, ahí en la mesa

que como un perro fiel sale a buscarla,

sigo mirándola como una joya

ardiendo en la empuñadura de la noche.

A veces quiero ser -después me angustio-

un capitán de obreros insurrectos.

Grito ¡América! Y bajan los del norte.

¡Campesinos! Y suben los del sur.

Y se encuentran, se reconocen, se saludan,

y hay ruidos de muchos hombres y hacen fuego

y se sientan alrededor del fuego y deliberan

y designan los jefes y se ponen

de nuevo en movimiento.

Caiga en el libro que lee la que amo

una gota de sangre, un frío atardecer

que estando sola en el café de siempre

no sepa adónde ir.

Adelaida, mi amor, dame la mano

y vamos a la ciudad abandonada,

a las ruinas de la vieja ciudad

de cielos pálidos y vientos y grandes árboles

y ahí, esposa ajena, bajo el sol,

oh las puertas secretas de tu cuerpo

que golpeo con lo que tengo de rodillas.

No te enojes por eso. Sueño es nada,

nada, guantes que brillan, seda y sangre,

escarbando mi cráneo hasta el hastío,

que consigo destruir pero que vuelve

reconstruyéndose con pasos lúbricos

de un trasfondo ignorado donde caigo.

La conocí en un cine. Esa noche

-20 de julio del 51-

mi corazón cansado se apoyaba

en un bastón de sangre,

cuando con un sobresalto descubrí

el rostro prometido en ese rostro.

Saludé. Me acerqué. Me presenté.

Sonreía que no. ¡Qué iba a decirme!

Siempre me dice no cuando le hablo.

Recuerdo el verso de Poe, ese que dice:

And all I loved, I loved alone.

Siento orgullo por eso y quedo aislado

por un círculo frío de los otros.

Sombra dorada, puerta de mi agonía,

así te traigo de la mano al verso.

En mi único poema enamorado

quiero cantar más alto que ninguno.

Los demás si algo son sea en el coro.

Adelaida, mi amor, casa fragante

alumbrada de noche por mi fiebre

y golpeando sus puertas el bramido

de un tigre solitario.

Buenos Aires al norte, cielos bajos,

el otro día la encontré en tus calles.

Un relámpago negro ató mis piernas.

Y cuando vió que la miraba, mudo,

inmóvil en mi fuerza, abrió sus brazos

y se acercó hasta mí como una hermana,

sonriendo desde el sitio que no alcanzo.

¿Por qué será que no parezco un hombre

sino un pueblo de músicos que huye

atormentado por estruendos dulces

abandonado al sol los instrumentos?

¿Por qué será que nunca me comprende,

o me comprende y se sonríe?

¿Qué debo hacer, ciudad? Oh, yo no quiero

quedarme noche y día masticando

como una droga infame tal angustia.

No ha nacido mi alma para eso.

Mi alma es como un cuarto tapizado

de cortinajes negros y en el centro

un joven viudo de rodillas llora.

No ha nacido mi alma para eso.

¿Iré a las exposiciones de pintura?

¿A conferencia de poetas con barbitas?

Iría pero desnudo, de a caballo,

cuatro pumas hambrientos. Y que huyan.

Cuando de noche callas en la cama

al lado de tu esposo que ya duerme,

¿escuchas la tormenta? Mis manos que te buscan.

¿sientes la soledad? A mí me sientes.

¿Sientes que algo muy bello te ilumina

de un resplandor de pájaros salvajes

en cielo azul y campos verdecidos?

Yo soy que te poseo, amada, amiga.

Eso es todo. No espero. Quiero irme.

Europa jura y con ardientes manos

borda banderas nuevas y me llama.

¡Basta! Cuando me vaya (si no he muerto),

ahí en barco, solo, entre la gente

desplegaré su rostro como un cuadro

pintado entre violines por Picasso,

y me estaré mirándolo, mirándolo

ahí en el barco, solo, entre la gente,

muy pequeño, muy solo en el océano.

Y nadie la verá si yo no hablo.

                                                     La Casa del Canto, Buenos Aires, 1985