sábado, 7 de enero de 2017


El año empezó con una pérdida irreparable para la literatura.

Se fue Piglia pero nos queda su obra.

De "El País"

A los 16 años, Piglia cogió un cuaderno y comenzó el proyecto de su vida: sus Diarios. Esos cuadernos que empezó a escribir en 1957 y que se fueron apilando en silencio mientras se convertían en leyenda, porque aunque se sabía de su existencia nadie los había leído. Hasta que en 2011 Piglia publicó algunos fragmentos en Babelia. Los empezó cuando con su familia se fue de Adroguéa Mar del Plata, en un intento de su padre de dejar atrás el pasado: “3 de marzo de 1957 (Nos vamos pasado mañana.) Decidí no despedirme de nadie. Despedirse de la gente me parece ridículo. Se saluda al que llega, al que uno encuentra, no al que se deja de ver. Gané al billar, hice dos tacadas de nueve. Nunca había jugado tan bien. Tenía el corazón helado y el taco golpeaba con absoluta precisión (...) Después fuimos a la pileta y nos quedamos hasta tardísimo. Me zambullí del trampolín alto. Desde tan arriba las luces de la cancha de paleta flotaban en el agua. Todo lo que hago me parece que lo hago por última vez".

En aquellas palabras ya estaba su futuro. El cambio de ciudad, de vida, le fue despejando todo y empezó a planificar lo que le gustaría ser y hacer. Años después explicaría: “El diario, sin duda, es un género cómico. Uno se convierte automáticamente en un clown. Un tipo que escribe su vida día tras día es algo bastante ridículo. Es imposible tomarse en serio. La memoria sirve para olvidar, como todo el mundo sabe, y un diario es una maquina de dejar huellas. Me gustan mucho los primeros años de mis diarios porque allí lucho con el vacío total: no pasa nada, nunca pasa nada en realidad, pero en ese tiempo me preocupaba, era muy ingenuo, estaba todo el tiempo buscando aventuras extraordinarias. Empecé a robar la experiencia a gente conocida, las historias que yo me imaginaba que vivían cuando estaban conmigo. Escribía muy bien en esa época, dicho sea de paso, mucho mejor que ahora, tenía una convicción absoluta, que es siempre la mejor garantía para construir un estilo”. No era nostalgia, sino la sensatez y la cordura del crítico que era él.

Si con 16 años conocía el camino, con 18 descubrió a uno de sus dioses tutelares: William Faulkner. Y ya no hubo vuelta atrás. La mansión cayó en sus manos y ya no pudo dejar su obra: “La lectura de Faulkner es uno de los grandes acontecimientos de mi vida”.

No había nada que hacer ante ese hallazgo. Su familia, que quería que él estudiara Ingeniería, se debió conformar con sus estudios de Historia en la Universidad de La Plata. ¿Alguien que tiene claro que quiere ser escritor se pone a estudiar Historia en lugar de algo afín? Sí. “Pensaba, con razón, que si estudiaba Letras me iba a costar seguir interesado en literatura”. No quería leer por obligación ni que evaluaran sus conocimientos sobre literatura. Junto a Faulkner estaban los argentino Jorge Luis Borges, Roberto Arlt.

“Escribir es sobre todo corregir, no creo que se pueda separar una cosa de otra”, decía como una letanía el autor argentino.

Detrás de todo ese amor y pasión por la literatura y el arte de escribir estaba Steve Ratliff, un norteamericano a quien llamaban El inglés, que trabajaba en una compañía exportadora de pescado de Mar del Plata. Fue el primero que le habló de Faulkner, de Scott Fitzgerald y de los autores estadounidenses.

Una vez diagnosticada la enfermedad, Ricardo Piglia se dedicó a organizar y editar los textos que tenía pendientes o inacabados. En especial los Diarios que logró reunir en tres volúmenes, de los cuales dos ya han sido publicados: Los diarios de Emilio Renzi. Años de formación y Los diarios de Emilio Renzi. Los años felices.

Hace mucho tiempo se hablaba de Piglia como un autor imprescindible. 60 años atrás, ese hombre que cada vez intrigaba a más gente leía de manera desordenada, y fue el interés por una chica la llave que le descubrió el amor por los libros, como confesó a Leila Guerriero en una entrevista en Babelia en 2010: “Yo ya leía, pero sin método. Había tenido una noviecita en Adrogué. El padre era de familia de anarquistas, leían mucho. Íbamos caminando, había un muro alto, y ella me dijo: ‘¿Estás leyendo algo?’. Y yo había visto, en una librería, La peste, de Camus. Y le dije: “Sí. La peste”. Y me dijo: “Prestámelo’. Me da vergüenza contar esto, pero compré el libro, lo leí esa noche, lo arrugué un poco para que pareciera usado, y se lo llevé al día siguiente. Y ahí empecé a leer”.