viernes, 31 de diciembre de 2021


SER LAS RAÍCES 

Ser las raíces. En el subsuelo al que jamás
desciende un rayo. Donde la luz nunca echa un vistazo.
Una rama sin pájaro. Una rama sin hojas.
La fuente de un manantial en la más fina red de fibra
que no debe romperse. El duro trabajo de las raíces.
Sin respiro. (Hasta el sueño de invierno sólo es aparente.)
Almacenar. Alimentar. Saciar. Ser un vínculo mudo
entre el amargo final y la vida. Negado por su propio ser
y tullido para permitir que la flor blanca
celebre el sol,
el poder de la revelación de la belleza.
Ser las raíces. Y no envidiar la flor.


Vizma Belsevica

lunes, 27 de diciembre de 2021

 LA CASA DE TU INFANCIA

Por Sebastián Basualdo

“Todo ha desaparecido.

Todo.

Imagínese. Todo desaparecido.”

Wolfgang Borchert

No, señora, no tengo intención de venderle nada ––dije y de manera instintiva di dos pasos atrás como si quisiera abarcar con la mirada algo más que la puerta de entrada de la casa. Evidentemente todavía le tengo respeto, pensé. Porque yo había vuelto a esa casa, o mejor dicho, me había parado frente a la puerta de aquella casa y había tocado el timbre sabiendo que sería ella, la mujer, la vieja deleznable quien me miraría a los ojos sin reconocerme, sin imaginar que alguien como yo sería capaz de volver después de tantos años. En un tono conciliatorio, despojado de rencor, incluso de ironía, debí decirle apenas me miró que yo viví hasta el año ochenta y dos en esa casa. ¿Quedaría alguien de aquella época? (tantas veces ensayadas mis palabras). Al lado vivían Marta y su esposo. Escuchaban chamamé a todo volumen los domingos por la mañana y tenían un perro, una hermosa cruza de caniche con foxterrier, gris y con barba blanca y un pequeño jopo. Copete le llamábamos. Era muy arisco. Los dueños cruzaban una madera y dejaban la puerta entreabierta durante el día. Copete saltaba y tiraba el tarascón cuando alguien pasaba caminando. Patricio y yo volvíamos loco a ese perro. (La vieja y el estupor en sus ojos como quien reconoce de pronto una amenaza en el aire). No me va a decir que nunca vio a dos chicos jugando en este pasillo las veces que vino a hablar con mi abuela. Patricio y yo teníamos la misma edad. Supongo que como los dos éramos hijos de padres separados fue eso lo que forjó un lazo que pensábamos eterno. Los sábados después del almuerzo nuestros padres venían a buscarnos para llevarnos a pasear. Esperábamos sentados en este mismo escalón. Casi siempre era Patricio el que se iba primero. Nos vestíamos como para ir a un cumpleaños y hablábamos de lo que íbamos a hacer durante la tarde. ¿Una obra de teatro por Corrientes? Tal vez el Italpark o al Cine Los Ángeles. Al otro día nos mostrábamos los juguetes nuevos. Muchas veces no venían a buscarnos. Nuestros padres eran promesas que se alimentaban de nuestra ansiedad, una mezcla de imaginación y deseo, como una caricia imposible de pedir. Por extraño que parezca hubo sábados en que parecían haberse puesto de acuerdo para no venir a buscarnos. A nuestra manera infantil, nos reíamos de que se hubieran olvidado de nosotros y nos cambiábamos de ropa para ir a la selva mágica. Me refiero al baldío. Saltábamos desde la tapia de mi casa, de la suya quiero decir, y pasábamos toda la tarde recolectando cosas entre las plantas y los yuyos hasta que caía la noche y el aroma de la tierra nos despertaba el hambre. Algunas cosas que encontrábamos no tenían mucha utilidad. ¿Para qué sirve un sólo zapato de mujer? Nos divertíamos mucho. Era fascinante el gesto de Patricio cuando descubría una cartera o un par de anteojos rotos entre la maleza. En la selva mágica uno encontraba todo tipo de cosas maravillosas. Yo le regalaba todo a mi Yaya, no quería nada para mí. Me refiero a mi abuela, Susana se llamaba. Usted debiera recordarla, aunque no creo que la haya conocido verdaderamente. Mi abuela había decidido que la llamaría Yaya mucho antes de que yo naciera, cuando ni siquiera podía imaginar ni prever ni mucho menos sospechar que tendría un nieto, un gurí, como decía ella: mijito. Yaya me contó que había escuchado esa palabra en la época en que trabajaba como empleada doméstica para una familia muy rica en Montevideo: los Caorsi. Cada vez que yo tenía alguna preferencia pretenciosa, ya fuera con la comida, lo ropa o lo que fuera, ella me decía: “¿Quién se creé que es usted, mijo, Caorsi?”. Ignoro qué sentido le daba yo a esa palabra en aquel momento y tampoco tiene demasiada importancia. Ahora sé que hubo otra razón para que ella quisiera despojarse de la palabra abuela ni bien se hizo inminente mi nacimiento. Se sentía muy joven, y de hecho lo era, para convertirse en el modelo de abuela que debía tener en mente. Imagínese que aún no había cumplido los cuarenta años cuando mi madre me trajo al mundo. Yaya era fuerte y decidida, tenía convicciones. La mujer con más agallas que yo conocí en mi vida. De otro modo no hubiera podido hacer lo que hizo. Por supuesto, usted no sabe nada de mi historia familiar. ¿Alguna vez escuchó hablar de los Tupamaros? Pero debió darse cuenta de su temperamento las veces que discutieron. ¿O no? A veces pienso que hay personas que se construyen una imagen propia del otro, le despojan sus verdaderas intenciones y pretenden verlo comportarse tal cual como ellos lo imaginaron para luego hacer un uso despótico de la decepción. ¿Cuántas veces habrá discutido con mi abuela? Yo tengo el recuerdo de la última, sólo que entonces nosotros estábamos de ese lado y usted tenía muchos papeles en la mano. En esa época, usted debía tener la edad mi madre. Siempre venía con papeles para mostrar. Seguramente no notó mi nerviosismo aferrado a la pollera larga de mi abuela. Quizá le parezca extraño o que miento, pero la verdad es que nunca supe qué fue lo que sucedió. Sobre la casa, quiero decir. Ella hablaba de un arreglo que tenían ustedes dos, un arreglo de palabra. Supongo que nunca pensó que usted llegaría a hacer lo que hizo. Me refiero al desalojo. Ya no tiene importancia; pero aquella noche sí que la tuvo, algo se quebró mientras las mujeres lloraban. Los niños entienden todo, señora, no necesitan explicaciones. La vieja habría soltado de manera impulsiva lo que tenía dentro y yo le habría respondido que No, por supuesto que no vine para hacerle ningún tipo de reclamo. La verdad es que estoy acá por otro motivo. Escúcheme, por favor. Si después de que se lo explique, usted no accede, yo me voy como llegué. Señora… No recuerdo su nombre. Carmen, sí. Mi nombre es Sebastián, ¿no sé lo dije? Bueno, Carmen, necesito entrar en su casa, más específicamente necesito ir a la terraza. Una mañana, dejé algo ahí, en un lugar secreto, una especie de escondite que solamente yo conocía. ¿Usted también piensa que son solamente los niños los que verdaderamente conocen una casa? ¿Será porque están todo el tiempo jugando al ras del suelo? La cuestión es que hace más de treinta años escondí algo para mí en esa terraza. Y cuando digo para mí me refiero exactamente a eso, que escondí algo para el hombre que soy ahora, Carmen. Le prometí a ese niño que un día como hoy vendría a buscar lo que escondió. Pasé todos estos años esperando. ¿Por qué un día como hoy? Es doce de septiembre, pero lo que no sabe, y no tiene por qué saber, es que hoy cumplo años. Realmente necesito ir a la terraza, señora, subir al pequeño techo donde aún debería estar el tanque de agua y buscar eso que una mañana de sábado escondí en mi lugar secreto. ¿Los vecinos del fondo todavía tienen la higuera? El baldío de al lado no está más, ya me di cuenta. ¿Que cómo puede saber usted que no le estoy mintiendo? Carmen, no tengo manera de probárselo. No queda nadie de mi familia, todos están muertos. Podría describirle cómo era la casa en aquellos años. Soy capaz de dibujarla en el agua, en serio, no se ría. O sí, ríase, mejor. Mire, Carmen, detrás de usted hay un pasillo y al final una puerta que da a un patio de baldosas ajedrezadas. Antes de que termine el pasillo, a la izquierda, hay una especie de arcada con marcos de madera labrada por donde se entra al living, ahí teníamos las mesa y las sillas, un mueble estilo bargueño y un sillón de dos cuerpos tapizado en pana roja, justo debajo de la ventana por la que se podía ver el patio. Había una puerta en el living que conectaba con la habitación y estaba clausurada porque del otro lado había un placard con cerrojos de bronce. A mí me daba miedo ese placard porque en el lugar donde se colgaban los abrigos, debajo, sentada siempre en la oscuridad, estaba Rosaura, una muñeca que había sido de mi madre y por entonces ya estaba prácticamente calva y tenía la mirada fija debajo de sus párpados sueltos. Mi abuela decía que la muñeca hablaba y podía caminar. Una sola vez escuché a mi mamá y a Yaya hablar de Rosaura. Y esa noche entendí todo. En realidad, hablaban de usted. A los nueve años uno sabe muy bien lo que es un secreto y es fácil simular un sueño repentino en el sillón mientras las mujeres conversan y toman vino. Decime si esa muñeca, mija, no se parece a Carmen de vieja. Risas. Algo parecido al desahogo que nace de la desesperación. Un vaso de pronto cae al piso y estalla un llanto. De la risa al llanto, así de simple. Y en el medio, unos vidrios rotos. El silencio que precipita la caída libre de una voz. Mi madre, pregunta: ¿Dónde vamos a vivir? Cuando un niño experimenta lo que hay detrás de la lástima, ya es un hombre. Aunque sólo tenga nueve años. Al otro día, muy temprano, mientras mi abuela y mi madre dormían, abrí el placard, metí a Rosaura bajo amenazas dentro de una bolsa y fui al pequeño galponcito de chapa que teníamos en la terraza. Busqué la caja de herramientas de mi abuela y saqué un martillo. Esa mañana me convertí en un criminal. Recuerdo que después trepé por la cornisa y alcancé el techo donde estaba el tanque de agua. Me arrodillé y comencé a tantear hasta tocar la pequeña caja de luz que estaba escondida entre los caños y la vegetación que nacía de las baldosas ¿Alguna vez usted asesinó un juguete? Todo lo que muere dentro de uno en ese acto es lo que cuenta. Porque esa mañana levanté el martillo hasta la altura de una edad que aún no tenía y caí con todo el peso encima de Rosaura, no una ni tres, muchas más, las suficientes como para saber, por primera vez, de qué está hecho el arrepentimiento.


viernes, 24 de diciembre de 2021


En el final era el verbo


Como si fueran sombras de sombras que se alejan las palabras,
humaredas errantes exhaladas por la boca del viento,
así se me dispersan, se me pierden de vista contra las puertas del silencio.
Son menos que las últimas borras de un color, que un suspiro en la hierba;
fantasmas que ni siquiera se asemejan al reflejo que fueron.
Entonces ¿no habrá nada que se mantenga en su lugar,
nada que se confunda con su nombre desde la piel hasta los huesos?
Y yo que me cobijaba en las palabras como en los pliegues de la revelación
o que fundaba mundos de visiones sin fondo
para sustituir los jardines del edén sobre las piedras del vocablo.
¿Y no he intentado acaso pronunciar hacia atrás todos los alfabetos de la muerte?
¿No era ese tu triunfo en las tinieblas, poesía?
Cada palabra a imagen de otra luz, a semejanza de otro abismo,
cada una con su cortejo de constelaciones, con su nido de víboras,
pero dispuesta a tejer ya destejer desde su propio costado el universo
y a prescindir de mí hasta el último nudo.
Extensiones sin límites plegadas bajo el signo de un ala,
urdimbres como andrajos para dejar pasar el soplo alucinante de los dioses,
reversos donde el misterio se desnuda,
donde arroja uno a uno los sucesivos velos, los sucesivos nombres,
sin alcanzar jamás el corazón cerrado de la rosa.
Yo velaba incrustada en el ardiente hielo, en la hoguera escarchada,
traduciendo relámpagos, desenhebrando dinastías de voces,
bajo un código tan indescifrable como el de las estrellas o el de las hormigas.
Miraba las palabras al trasluz.
Veía desfilar sus oscuras progenies hasta el final del verbo.
Quería descubrir a Dios por transparencia.

Olga Orozco

jueves, 23 de diciembre de 2021

La pantera

Sergio Pitol


Ninguna de las magias que atravesaron mi niñez puede equipararse con su aparición. Nada de lo hasta entonces concebido logró confundir tan soberbiamente refinamiento y fiereza. En las noches siguientes imploré, divertido, al final impaciente, casi con lágrimas, su presencia. Mi madre repetía que de tanto jugar a los bandidos acabaría por soñarlos. En efecto, al término de unas vacaciones la persecución y la infamia, el coraje y la sangre frecuentaron mis noches. En esa época ir al cine se reducía a disfrutar una sola película con ligeras variantes de función en función: el tema invariable lo proporcionaba la ofensiva aliada contra las huestes del Eje. Una tarde de programa triple (en que con indecible deleite vimos llover obuses sobre un fantasmagórico Berlín donde edificios, vehículos, templos, rostros y palacios se diluían en una inmensa vertiente de fuego; épicos juramentos de amor, penumbra de refugios antiaéreos en un Londres de obeliscos rotos y grandes inmuebles sin fachada, y el mechón de Verónica Lake resistiendo impasible la metralla nipona mientras un grupo de soldados heridos era evacuado de un rocoso islote del Pacífico) consiguió que por la noche el fragor de las balas se internara en mi cuarto y que una multitud de cuerpos despedazados y cráneos de enfermeras, me lanzaran sobresaltado a buscar amparo en la habitación de mis hermanos mayores.

Con plena conciencia de sus riesgos inventé juegos artificiosos que a nadie divertían. Reemplacé el consuetudinario antagonismo entre policías y ladrones o el nuevo, y consagrado por el uso y la moda, entre aliados y alemanes por el de otros fieros y extravagantes protagonistas. Juegos donde las panteras sorpresivamente atacaban una aldea, cacerías frenéticas donde las panteras aullaban de dolor y furia al ser atrapadas por cazadores implacables, combates encarnizados entre panteras y caníbales. Pero ni ellos, ni la frecuencia con que leía libros de aventuras en la selva, hicieron posible que la visión se repitiera.

Su imagen persistió durante una temporada que no debió ser muy larga. Con indiferencia fui comprobando que la figura se volvía cada vez más endeble, que mansamente se difuminaban sus rasgos. El flujo atropellado de olvidos y recuerdos que es el tiempo anula la voluntad de fijar para siempre una sensación en la memoria. A veces me apremiaba la urgencia de escuchar el mensaje que mi torpeza le había impedido transmitir la noche de su aparición. Aquel hermoso y enorme animal cuya negrura brillante desafiaba la noche trazó un elegante rodeo en torno a la alcoba, caminó hacia mí, abrió las fauces, y, al observar el terror que tal movimiento me inspiraba, las volvió a cerrar agraviado. Salió de la misma nebulosa manera en que había aparecido.

Durante días no cesé de echarme en cara mi falta de valor. Me reprochaba el haber podido imaginar que aquella hermosa bestia tuviese intenciones de devorarme. Su mirada era amable, suplicante, su hocico parecía dispuesto más que para el regusto de la sangre para la caricia y el juego.

Nuevas horas se ocuparon de sustituir a aquellas. Otros sueños eliminaron al que por tantos días había sido mi constante pasión. No solo llegaron a parecerme tontos los juegos de panteras, sino también incomprensibles al no recordar con precisión la causa que los originaba. Pude volver a preparar mis lecciones, a esmerarme en el cultivo de la letra y en el apasionante manejo de colores y líneas.

Triviales, alegres, soeces, intensos, difusos, torpemente esperanzados, quebrados, engañosos y sombríos tuvieron que transcurrir veinte años para alcanzar la noche de ayer, en que sorpresivamente, como en medio de aquel bárbaro sueño infantil, volví a escuchar el jadeo de un animal que penetraba en la habitación contigua. Lo irracional que cabalga en nuestro ser adopta en algunos momentos un galope tan enloquecido que cobardemente tratamos de cobijarnos en ese mohoso conjunto de normas con que pretendemos reglamentar la existencia, en esos vacuos cánones con que intentamos detener el vuelo de nuestras intuiciones más profundas. Así, aún dentro del sueño, traté de apelar a una explicación racional: argüí que el ruido lo producía la entrada de un gato que a menudo llegaba a la cocina a dar cuenta de los desperdicios. Soñé que reconfortado por esa aclaración volvía a caer dormido para despertar poco después, al percibir con toda claridad, cerca de mí, su presencia. Frente al lecho, contemplándome con expresión de gozo estaba ella.

Pude recordar dentro del sueño la visión anterior. Los años transcurridos solo habían logrado modificar el marco. Ya no existían los muebles pesados de madera oscura, ni el candil que pendía sobre mi cama; los muros eran otros, solo mi expectación y la pantera se mantenían iguales: como si entre ambas noches hubiesen transcurrido apenas unos breves segundos. La alegría, confundida con un leve temor, me penetró. Recordé minuciosamente los incidentes de la primera visita, y atento y azorado permanecí en espera de su mensaje.

Ninguna prisa atenazaba al animal. Se paseó frente a mí con paso lánguido, describiendo pequeños círculos; luego, con un breve salto alcanzó la chimenea, removió las cenizas con las garras delanteras y volvió al centro de la habitación; me observó con fijeza, abrió las fauces y al fin se decidió a hablar.
Todo lo que pudiera decir sobre la felicidad conocida en ese momento no haría sino empobrecerla. Mi destino se develaba de manera clarísima en las palabras de esa oscura divinidad. El sentimiento de júbilo alcanzó un grado de perfección intolerable. Imposible encontrarle parangón. Nada, ni siquiera uno de esos contados, efímeros instantes en que al conocer la dicha presentimos la eternidad, me produjo el efecto logrado por el mensaje.

La emoción me hizo despertar, la visión desapareció; no obstante permanecían vivas, como grabadas en hierro, aquellas proféticas palabras que inmediatamente escribí en una página hallada sobre el escritorio. Al volver a la cama, entre sueños, no podía dejar de saber que un enigma quedaba descifrado, el verdadero enigma, y que los obstáculos que habían hecho de mis días un tiempo sin horizontes se derrumbaban vencidos.

Sonó el despertador. Contemplé con regocijo la página en que estaban inscritas aquellas doce palabras esclarecedoras. Dar un salto y leerlas hubiera sido el recurso más fácil. Tal inmediatez me parecía poco acorde con la solemnidad de la ocasión. En vez de ceder al deseo me dirigí al baño; me vestí lenta y cuidadosamente con forzada parsimonia; tomé una taza de café, después de lo cual, estremecido por un leve temblor, corrí a leer el mensaje.

Veinte años tardó en reaparecer la pantera. El asombro que en ambas ocasiones me produjo no puede ser gratuito. La parafernalia de que se revistió ese sueño no puede atribuirse a meras coincidencias. No; algo en su mirada, sobre todo en la voz, hacía suponer que no era la escueta imagen de un animal, sino la posibilidad de enlace con una fuerza y una inteligencia instaladas más allá de lo humano. Y, sin embargo, debo confesar que las palabras anotadas eran solo una enumeración de sustantivos triviales y anodinos que no tenían ningún sentido. Por un momento dudé de mi cordura. Volví a leer cuidadosamente, a cambiar de sitio los vocablos como si se tratara de armar un rompecabezas. Uní todas las palabras en una sola, larguísima; estudié cada una de las sílabas. Invertí días y noches en minuciosas y estériles combinaciones filológicas. Nada logré poner en claro. Apenas la certeza de que los signos ocultos están corroídos por la misma estulticia, el mismo caos, la misma incoherencia que padecen los hechos cotidianos.

Confío, sin embargo, en que algún día volverá la pantera.

martes, 14 de diciembre de 2021

Preguntas y respuestas


¿Qué te parece valdrá
la pena matar a dios
a ver si se arregla el mundo?
-claro que vale la pena
-¿valdrá la pena jugarse
la vida por una idea
que puede resultar falsa?
-claro que vale la pena
-¿pregunto yo si valdrá
la pena comer centolla
valdrá la pena criar
hijos que se volverán
en contra de sus mayores?
-es evidente que sí
que nó
que vale la pena
-Pregunto yo si valdrá
la pena poner un disco
la pena leer un árbol
la pena plantar un libro
si todo se desvanece
si nada perdurará
-tal vez no valga la pena
-no llores
-estoy riendo
-no nazcas
-estoy muriendo

Nicanor Parra

jueves, 2 de diciembre de 2021

Canción de amor


Ven, canción de amor,
desde el corazón de los elementos
sobre el ala de la tormenta
con el aullido de la tempestad,
ven desde los abismos de la noche,
a caballo sobre los torbellinos
con el hervor de las aguas profundas,
que te llevan los pastores del aire
en tropeles de estrellas
ladradas por el trueno.
Ven, torbellino de fantasmas,
carro de nubes
fustigado por el relámpago
roto sobre el espinazo
de las tinieblas.
Ven, toro del crepúsculo
rasgado por el diente de la luna,
hoz surgida de las encías del celo.
Ven,
conmoción de la aurora
con la aureola del sol sobre la cabeza,
despierta
al nenúfar del lago,
la tórtola en el nido,
la voz de la fábrica en su pecho de metal,
el niño en los brazos del sueño,
desliga a los borrachos de las heces del vino,
las enamoradas de los enlazamientos de la carne,
las abejas
del calor del panal.
Ven sobre mil senderos,
nieves fundidas,
lluvias mezcladas de sol,
hierbas invasoras, esplendor de los campos,
hojas caídas,
racimos vendimiados, aplastados en el lagar,
balbuceo del mosto en los toneles,
y cristalízate de un golpe
en tres palabras
murmuradas por el hombre al oído de la amada,
envueltas en el beso,
apenas comprendidas,
frágiles y cálidas:
Estoy cerca de ti.


Mihai Beniuc

1966

Versión de Rafael Alberti y María Teresa León