sábado, 22 de diciembre de 2018

miércoles, 19 de diciembre de 2018

miércoles, 12 de diciembre de 2018

"Paciencia de tenedores y cucharas" de Félix Bruzzone 


Queridos padres:

¿Cómo están? ¡Hace casi 40 años que no sé nada de ustedes! Cuando desaparecieron se dijo así, que estaban “desaparecidos”. ¡Pero eso ya lo sabíamos! Las soluciones tautológicas son buenas para hacer humor pavote, que es el que más me gusta. Pero sus desapariciones eran un caso más serio. ¿Ustedes qué piensan? Aprovecho y les cuento un chiste pavote:

Una cuchara se cruza con un tenedor. “¡Chau cuchara! -saluda el tenedor.” La cuchara sigue caminando. El tenedor la vuelve a saludar: “¡Chau cuchara!” La cuchara, nada. Después del tercer intento el tenedor se resigna y se dice: “Peeero, parece que no escuchara.”
Retomo, queridos. Se imaginarán que para mí, que también nací hace casi 40 años, y para todos, hubiera sido lindo que no desaparecieran así.  Hubo muchos desaparecidos que reaparecieron. Y como no se sabe todo lo que pasó, la verdad es que la esperanza nunca se pierde. Nosotros recién a los 30 años de que ustedes desaparecieran empezamos a saber algunas pequeñas cosas. Como si solo después de todo ese tiempo alguien hubiera escuchado lo que pedíamos, que era simplemente eso: saber algo. ¿No les parece increíble? Paciencia de tenedores. Orejas de cucharas. Acá en la familia algo sospechábamos, se imaginarán. Pero una cosa es sospechar y otra tener alguna prueba.
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De vos, mamá, casi nada: solo que una chica uruguaya te vio en el baño de uno de los centros clandestinos de detención que en 1976 había en Campo de Mayo. No eras la que limpiaba el baño. Ni habías llegado ahí de casualidad o con ganas de hacer pis. Estabas encapuchada, y bastante maltrecha. Después bueno, qué se yo. ¿Habrás salido? A la chica uruguaya que te vio en el baño un día se la llevó un militar a su casa, la hizo su mujer varios meses y después la liberó, le prometió cosas, algunas cumplió, otras no. Ella después olvidó todo y después, mucho después, de a poco, recuperó la memoria, dio testimonio… Digo: capaz que a vos te pasó algo parecido y solo te faltó la parte de recuperar la memoria. O capaz que estás… no sé, en Mongolia. Muchas veces se dijo que los desaparecidos estaban en Europa. A mí, no sé por qué, Mongolia me suena un poco más.

¿Sabías que en Marruecos hubo durante casi 20 años una cárcel clandestina con gente presa? Se llamaba Tazmamart. “He estado muerto 18 años en el infierno de Tazmamart” dijo el subteniente Ahmed Marzuki cuando lo soltaron. “Intentaron devolvernos el aspecto humano, pero algunos ya caminaban en cuatro patas”, se lamentaba después de un tiempo de haber salido. Imaginate una cárcel como esa pero acá, en algún sótano de Tres de Febrero, José C. Paz. No lo veo tan descabellado. Si lo hicieron los feudalistas marroquíes bien podrían haberlo hecho los militares argentinos. Acá ya irían por el doble de años que en Tazmamart pero bueno, podría ser. De hecho, si junto con ustedes los militares me hubieran llevado a mí, lo más probable sería que yo ahora en lugar de estar escribiendo esta carta estuviera en esa rara cárcel que debe ser la de vivir en una familia extraña sin saberlo. Quizá no camine en cuatro patas. Pero bien podría ser una especie de perro.

Pasaron cosas muy raras, la verdad, y siguen pasando, y las preguntas están ahí: ¿habrás quedado en libertad, medio perdida, habrás tenido otros hijos?, ¿habrás cambiado mucho, habrás cambiado de familia muchas veces, de amores, de sexo? No hace falta que se haga de noche para hacerse esas preguntas, saltan de abajo de cualquier baldosa. Además, a la noche, últimamente, trato de mirar películas, o esperar hasta que llegue el juego de la palabra, donde todos llaman para adivinar la palabra que forman varias letras sueltas,  adivinarla y entonces sí, irme a dormir tranquilo.

De vos, papá, en cambio, sé un poquito más: te vieron siendo asesinado en el Campo de La Ribera, Córdoba. Dicen que para asesinarte primero te colgaron de un árbol, cabeza abajo; te golpearon, te picanearon y te plancharon la cara hasta el hueso. Te plancharon con una plancha. Después te estaquearon al sol y así te moriste, nomás, al sol. ¿Será así? El represor Pedro Vergez lo desmiente . ¿Pero te cuento algo? Desde que me enteré lo de la plancha en tu cara me pareció entender por qué nunca plancho la ropa. En casa hay una plancha, ¿sabés?, pero nunca la encuentro. Y tampoco pude nunca flotar haciendo la plancha en el agua. Nunca. Dicen que es porque soy muy flaco y me falta grasa que me haga flotar. Una explicación fisiológica siempre viene bien, cuando existe. Pero entonces me pregunto: ¿por qué será que soy tan flaco, pellejudo y sin grasa? ¿Vos eras así? ¿Y a los 40 años, que es lo que importa, porque yo ya voy para los 40, habrías sido así como yo, sin una mínima pancita cervecera?

Me animo a escribirles porque como no sé dónde están quizá todo lo que se dice de ustedes sea mentira y bueno, capaz que justo hoy leen Anfibia y se llevan una linda sorpresa. Hay que insistir. El ajedrecista Miguel Najdorf hizo algo parecido para dar noticias de su existencia a su familia polaca perdida en el holocausto. Armó unas partidas simultáneas a ciegas contra 45 tableros en Sao Paulo. Lo hizo para batir el record de la época, ser noticia mundial y que algún sobreviviente de la familia supiera de él. Y fue así: batió el récord y se hizo famoso. Pero sus parientes estaban todos muertos. Igual el intento había que hacerlo, ¿no? Najdorf era un genio del ajedrez y un genio de la vida. Hacer eso para contactar a su familia, un crack. Lo mío es mucho más módico. Y en el ajedrez ni hablar. Modestísimo. Escribo esto justo el día en que empieza el torneo de candidatos a la corona mundial de ajedrez. Ojalá a la final llegue Fabiano Caruana, y ojalá Fabiano Caruana llegue algún día a campeón mundial. Un italiano campeón mundial de ajedrez sería algo de gran importancia para la civilización occidental. Ítalo-norteamericano, en realidad, como Rocky Balboa. A veces pienso que a este mundo le faltan algunos Rockys Balboas.

Y en la vida… Bueno, se hace lo que se puede. Tengo tres hijos, por ejemplo, en la vida (tres nietos de ustedes, sí), me pareció bien incluirlos en esta carta. Después de todo, ellos seguro que van a poder leerla. Así que esta carta es también para ustedes, mis pequeños.

Por ejemplo a vos, Valentino, te voy a contar algo: ¿sabés cuál fue la primera pregunta que hiciste sobre tus abuelos desaparecidos? Te lo recuerdo, preguntaste: “¿Y dónde están?”.
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En ese momento apenas hablabas. Supongo que ahora, que tenés diez años, entendés que fue una pregunta importante. Porque… ¡Es lo que nos preguntamos todos! Desde ese día (en realidad, desde mucho antes, pero desde ese día muy especialmente) me preocupé por tratar de decirte algo, una respuesta. Bastante frustrante, la verdad. Aunque siempre hay que agotar todas las posibilidades. Ya no era que quisiera encontrar a tus abuelos, sino poder decirte algo más sobre adónde habían ido a parar.

Hasta ese momento en que vos hiciste tu pregunta tan precisa, yo estaba convencido de que no iba a poder saberse nada más, y a la vez muy contento por saber al menos lo poco que sabía (la mayoría de la gente con familiares desaparecidos no sabe absolutamente nada de lo que les pasó, nada en concreto), me parecía que haber escrito en mis dos primeros libros las peripecias del no saber, del buscar y buscar por buscar, casi sin sentido, ya era suficiente, incluso demasiado.

Pero entonces viniste vos con la preguntita. Algo muy básico. “¿Dónde están?”. Y me pareció que era hora de volver a las andadas. Tardé en acomodarme, y todo se fue dando sin ir exactamente atrás de una respuesta. ¿Volver a recorrer organismos de derechos humanos? ¿Ir a ver qué decían las investigaciones judiciales reiniciadas con la reapertura de los juicios? Sí, evidentemente sí. Pero por qué no un poquito más, ya que estaba. Así fue que me clavé varias audiencias de la causa ESMA, como para precalentar. Algo que empecé a hacer así porque sí, como para estar al tanto, estar en tema. Siempre que se mete la cabeza en algún lugar de esos, algo tiene que salir. Y al tiempo, casi por inclinación del tablero, terminé en el Penal de Marcos Paz visitando militares presos.

¿Estaba loco? Puede ser. Al volver a casa me enfermé y adelgacé varios kilos. No fue la mejor experiencia de mi vida, te voy a decir. Aunque en cierta forma, ¿qué más se puede hacer? Meterse ahí adentro y preguntarle a los responsables. No preguntárselos en un juicio, como cada tanto hacen los testigos que se sientan a declarar sobre sus parientes desaparecidos. En un juicio es difícil hablar. No conviene. La ley te exime de autoinculparte, obliga a defenderse. Más bien, entonces, ir a la cárcel y decirles: “Si ustedes hablaran y dijeran la verdad quedarían muy bien parados, ¿por qué no lo hacen? No pierden nada. La cadena perpetua ya la tienen.” ¿Qué importancia tiene ahora seguir en silencio? Fue todo muy raro, la verdad. En la cárcel, miren lo que lo que son las cosas, mis pequeños (ahora les hablo a todos porque todos van a hacer esa preguntita de “dónde están”, ¿no?), conocí, de casualidad, a dos hermanos (uno está preso, el otro lo iba a visitar) que sabían del caso del abuelo. Porque el abuelo no era ningún nene de pecho. Él, siendo conscripto, había entregado el Comando de Comunicaciones 141 de Córdoba al ERP. En el copamiento, el abuelo y sus amigos no mataron a nadie, pero a uno de estos militares que conocí en la cárcel, que por ese entonces era el superior del abuelo conscripto, hubo que amasijarlo un poco y dejarlo ahí atado de pies y manos con un alambre. Según ellos, fue el abuelo el encargado de esa misión. ¿Saben algo del destino del abuelo? ¿Nunca averiguaron qué había pasado con el hombre que había entregado un cuartel y amasijado y atado con alambre a uno de ellos? También les dije: “Si me van a contar algo, sería bueno que hablaran de todos los casos que conocen. Si conocen un caso deben conocer muchos más”. El que está preso llegó a decir: “Hicimos cosas terribles”. El otro prometió investigar. Y después, silencio. Y así estamos. Pasó un año y medio, ya. Algunos, yo (ustedes quizá también), todavía podemos esperar. ¿Qué es un año y medio al lado de 40?

Bueno, hijos míos, podría seguir y seguir. No se tomen todo esto demasiado en serio. Si de algo estoy cansado es de la lástima y de la seriedad. Son cosas serias, sí, y dan mucha pena, pero se pueden ver con cierta gracia. El buen humor aliviana siempre la espera. En la cárcel los militares también contaron un chiste pavote, de los que me gustan, mientras comíamos sandwichitos de palta y tomate. En el chiste, un vendedor de aspiradoras le demostraba a un cliente las ventajas de su producto usando la aspiradora para destapar un inodoro. Tal era el poder de succión de la máquina que, cuando la desarmaban para vaciar la bolsa, adentro encontraban al vecino del piso de abajo, sentado en su inodoro y leyendo el diario. No era un chiste sobre la dictadura. Pero literalmente “chupaban” a una persona. Me causó mucha gracia. Y me revolvió el estomago. O quizá era que la palta me había caído mal. Fui entonces al baño del penal y dejé un regalo impresionante y oloroso que enseguida inundó el salón donde estábamos. Preferí no hacerme cargo del olor del que todos empezaron a quejarse. Todos pensaron que el responsable había sido otro, uno que había salido del baño justo después que yo. Mientras tanto vuelvo a mi chiste pavote, que a ustedes les encanta. ¿Quién es la cuchara? ¿Quién es el tenedor? ¿Quién escucha y quién saluda? ¿Por qué no habla la cuchara? ¿Por qué saluda el tenedor? ¿Hay segundas intenciones, o terceras, o cuartas? Las cosas siempre son difíciles. Hay que estar atentos. Ahora escucho al tren. Se me acaba el tiempo, tengo que tomarlo para ir a trabajar y dejar esta carta acá.

lunes, 10 de diciembre de 2018

viernes, 7 de diciembre de 2018

Hebe Uhart - ¿Cómo vuelvo?


Yo no soy muy suelta de lengua y no crea que lo que le cuento a usted lo puedo decir por ahí, y menos en mi pueblo: se lo cuento a usted porque es una desconocida; si le contara a alguien de allá, en dos minutos estoy perdida. Yo vivo en una calle que da a la ruta; allí, mi marido y yo tenemos una estación de servicio; va bien, gracias a Dios; él es un buen hombre y no me deja faltar nada: tengo mi heladera, mi televisión y un cochecito usado: lo movemos poco. Los chicos se fueron a vivir a Venado Tuerto, para estudiar el secundario. Entre mi marido y yo atendemos la estación de servicio. Yo también atiendo la escuela: vengo a ser maestra, directora y portera, tengo en total diez alumnos. Donde vivo, son cuatro cuadras con casas; en invierno a las ocho de la noche están todos adentro. Y ahora que estoy lejos y lo veo desde acá, no me explico cómo pude vivir veinte años en ese lugar. Yo no tendría que extrañar, porque nací en un lugar parecido, cerca de la ruta; pasaban y pasaban los autos por la ruta y yo los miraba parada en una tranquerita, y deseaba tanto -inconsciencia de criatura- que algún auto me llevara. Yo no pensaba en ningún lado especial: cualquiera. Me paraba en la tranquera para que me vieran, y decía: «Alguien me va a mirar». Los autos pasaban como una exhalación y yo tardé mucho en darme cuenta de que nadie me miraba ni me iba a mirar, y cuando me sentí ahí plantada, sola, era como una especie de desilusión. Por eso, yo ya debía de haber estado curtida, pero al principio, cuando me casé, también me resentí. Me acuerdo que al principio un día pensé: «¿Y si se incendia la estación de servicio? Un incendio grande, digamos. Necesariamente tendremos que ir a vivir a otro lado». Pero yo ya era grande y una entra en razones, sabe que son malos pensamientos, los sabe apartar. Nunca le dije eso a mi marido: él tiene otro ánimo, es más parejo, siempre está conforme y eso que no tiene vicios. Pero últimamente, después de tantos años de estar ahí, me volvió un poco de esa tristeza de cuando me casé, y en invierno a la noche miro afuera; no hay un alma y me da un no sé qué. Por eso cuando llegó la carta donde nos decía que habíamos sido sorteados para ir a Embalse -yo y los chicos de la escuela- tardé un poco en mostrársela a mi marido, en parte porque estaba tan confundida que no creía que fuera cierto. El me reprochó después por qué no se lo dije enseguida. Y yo hice ver como que no me importaba mucho, no fuera que si hacía ver que me importaba mucho se arruinara el viaje. Aparte a mí me gusta la gente ubicada, sensata, tranquila: hasta por televisión se da cuenta una de cómo es la gente: miro a los actores y a los artistas y ya veo si son personas confiables, responsables o, hablando mal y pronto, si son un tiro al aire. En la carta decía que había que llevar ropa deportiva, pero yo pensé que debía llevar un vestido, y como hubo que preparar la ropa de los chicos de la escuela, me traje un vestido ni fu ni fa. Como usted ve, tengo la cara curtida por el viento; no, las manos están así de lavar. Cuando viene la noche y yo ya terminé de hacer todo, antes de ver televisión me pongo a lavar. Allá al atardecer es tan triste que yo a veces quisiera apurar al tiempo, que se haga de noche de una vez. Entonces digo: «Tengo que hacer algo útil». Y me pongo a lavar o a ordenar. Al atardecer me vienen esos pensamientos tristes que ni me distrae la televisión. Bueno, cuando llegué acá a Embalse, nunca hubiera supuesto que en el mundo había una cosa así. Yo acá en Embalse viviría toda la vida: no volvería más. El primer día que llegué me encontré perdida en esta planicie llena de gente. No hablamos con nadie, pero supimos que había porteños, entrerrianos, salteños, chaqueños y de tantos otros lugares. Recorrimos todo el lugar para ver dónde se compraban los alfajores y las postales -no como el negocio de allá, acá son negocios y negocios todos juntos-, hileras de burros y caballos con sus cuidadores, llenas las hamacas y los subibajas y todos los grupos haciendo gimnasia.

Después hablé con los maestros chaqueños; ellos se acercaron a hablar y me dijeron que para ellos era una delicia estar ahí porque les servían de comer y aparte no tenían que ir a la escuela; ellos hacían tres horas a pie de ida y tres de vuelta; por el camino paraban y tomaban mate, y también hacían sus necesidades. «Tranquilos -me dijeron-, no como esos porteños», y señalaron a la coordinadora del grupo de la Capital, «que van siempre apurados». Yo ya me había fijado en esa coordinadora, que de lejos me pareció una jovencita y de cerca vi que podía tener mi edad; eso sí, con las manos de una criatura y el pelo largo. Ella se mueve como si nadie la fuera a mirar y como si no le importara de nada, anda en subibaja y no come toda la comida que le dan en el comedor, come de una bolsa propia. A ella yo le oí decir al pasar, como si fuera algo malo: «Esa gente que tiene el televisor todo el día prendido en la casa», y yo pensé: yo lo tengo prendido todo el día, pero es para compañía. Aunque a veces no lo apago porque pienso: «Ahora va a venir algo hermoso, no sea que lo pierda». Y los chicos porteños que lleva ella, ellos inventaron un sistema para comunicarse de cuarto a cuarto; desde el primer día ellos fueron solos a comprar alfajores y ellos mismos hablaban con el cuidador para andar a caballo y le pagaban. Yo les decía a los chicos míos: «No se alejen». Ni falta que hacía, porque al principio no hicieron más que mirar, como yo. También, con todo lo que hay, esos concursos de juegos; no sé si usted estuvo en la guitarreada al aire libre que hicieron los maestros de Mendoza; yo estaba tan contenta y por otro lado me agarraba una tristeza al pensar «¿cómo fue que yo no sabía que había una cosa así?». Me agarró tristeza por los años perdidos. Bueno, hace tres noches, usted no se debe haber enterado porque no la vi, había una guitarreada en el café, con vino y empanadas. Dejé a los chicos al cuidado de Aníbal, el mayor, y me fui con los otros maestros al café. Fueron también las instructoras de los chicos de la villa, que no sé cómo los aguantan, pobres: ellas pasaron agachadas a la altura del dormitorio de los chicos y uno las reconoció: enseguida todos gritaron desde la ventana del dormitorio: «Putas, putas». Y pensar que esas chicas los instruyen por idealismo. Yo me fui con el vestido y después me sentí un poco desubicada: todos fueron de jogging y zapatillas. ¡Cuánta juventud! Toda con guitarra y con canciones nuevas y viejas, tanto ponían un bolero como esas canciones de a desalambrar, a desalambrar. Yo me puse a conversar con un profesor de gimnasia, más joven que yo. Yo no sé hasta el día de hoy cómo fue que me acosté con él. Nunca en veinte años de casada le fui infiel a mi marido, nunca conocí a otro hombre. Y yo quiero que me comprenda bien: yo no soy ninguna descocada ni tampoco una mujer desubicada; le tengo gran estima a mi marido y por suerte nunca va a enterar de lo que pasó: pero yo con el profesor de gimnasia conocí otra cosa, como si se me hubiera abierto la cabeza, como si hubiera entrado en otra dimensión. Estaba él con su jogging azul -ni siquiera le podría decir si él era lindo o no; recuerdo que me dijo que era una mujer interesante, cosa que no creí- y por lo poco que sé de la vida, siempre me di cuenta de que era una aventura y nada más. Entiéndame: no me enamoré ni cabe enamorarse a mi edad, y además, mirándolo fríamente a mi profesor de gimnasia, hasta podría ser que tuviera pinta de haragán. Jamás me casaría con un hombre así. Después él me buscó y yo no quise saber nada de él: ya tenía suficiente para pensar. ¿Sabe en lo que yo pienso? En cómo vuelvo yo a mi pueblo. Estoy acá, hablo con los maestros salteños, que me cuentan su pobre vida de allá, más pobre que la mía; escucho el altavoz y pienso que si en este lugar hay un mundo cuánto más habrá más allá, en todos lados, y ahora que estamos por volver, no hago más que preguntarme: ¿cómo vuelvo yo a mi pueblo?