domingo, 16 de septiembre de 2018


Poemas de Leonardo Sanhueza




Basura espacial

Nadie ha preguntado aún
adónde va ese quiltro tan de prisa,
con tanta determinación que pareciera
querer cortar en dos el sitio eriazo,
separar el Mar Rojo, el sagrado tierral
por donde va lanzado a chorro
como un tren japonés que avanza sin gobierno
sobre la bruma noticiosa.

No sabe el perro que vendrá la noche
arrastrando sus agujeros de gusano
por el espacio curvo y sin fronteras
de nuestra geometría.

Por ahí corre su trecho, va embalado,
ignorando que allí le depara su destino
una suerte más trágica, más cómica,
cuando sus huesos tristes se vuelvan de plata
para que los orfebres del futuro
hagan con ellos las alianzas
del amor conyugal:

todo es perro, dirá, mientras sus ojos
tratan de ser la enana roja,
el canto de cisne, de su galaxia.


La memoria incestuosa

La memoria es la madre de las invenciones
(nueve noches son nueve noches),
pero sus uñas crecen velocísimas
hasta clavarse en nuestra frente,
como un cuervo que picotea
la joroba de un jabalí
sólo por darse el gusto, por fregar
un rato la paciencia, sin saber
que también uno es un autómata,
un ratón a pilas que nació de su vientre
y ahora la hace madre, una y otra vez,
de estos nietos tan bellos y monstruosos
como el viejo botón dorado
que sólo sirve para atar vestidos
o arrancarse los ojos ante la desnudez
de una vieja que sólo muerta
nos llama hijos y nos amamanta.



Cultura general

Un hualle solo en un potrero
me dice la verdad:
las paredes ya no tienen oídos,
sino bocas y fauces, futuras precauciones
para los días del desove.

¿De qué sirvió saberlo todo?
El chico promisorio que fui alguna vez
envejeció muy mal — el viento se lo lleva
a un hospital de nubes,
donde al fin no sabrá nada de nada:

ni por qué sangran las guindas
en estos árboles a cuerda,
ni cómo explicarles un fémur
a las hormigas o a los perros.


La Strada

Hay cosas peores que el miedo
a la combustión espontánea o a la catalepsia,
pero nuestras balanzas ya perdieron
todas sus certidumbres
y ya no saben sino yacer entre las baratijas
a la espera del reciclaje.

El amor se acabó.
Los payasos se peinan las pelucas
usando los leones como espejo,
donde el enorme zapato y la nariz de pelota
bailan con los antílopes y las preciosas
gacelas de Thompson que vuelan otoñales
entre las hojas de los gingkos.

Y sin embargo, ya lo sabes:
«Hasta tú, hasta tú sirves para algo,
con tu cabeza de alcachofa».

Pero lo que pasa en el circo, en el círculo
que cierra el mar, se queda allí,
respirando el olor de la viruta y el acero,
pestilencia de la vida y del amor
que nos maldicen:
flores hirsutas para las coronas
más baratas del cementerio
que rompen sus cadenas con la fuerza
de su pecho lleno de abejas.


Carillón

No recuerdo a qué anillo del infierno
iban los jueces, fiscales, tinterillos,
pero era un lugar donde sólo comían
arroz pegado y palomas sin desplumar.

Enseguida los formaban en una ronda
donde cada uno con su martillito
golpeaba en el cráneo al colega
que tuviera a su derecha, tic, tac, toc,

sin saber que tocaban la música de las esferas
reventando a cada nota una ley,
mientras los astrónomos se preguntaban
qué diablos, qué diablos pasa en el universo

que ahora se ha puesto a sonar
como antaño sonaban los árboles
cada vez que el viento anunciaba el otoño
silbando entre sus filosas hojas de hierro.