sábado, 31 de octubre de 2020

domingo, 25 de octubre de 2020

Imitación de la alegría

Donde los árboles aún
más desolada hacen la tarde,
al tiempo que indolente
se ha desvanecido tu último paso,
aparece la flor
en los tilos y persiste en su suerte.

Buscas una explicación a los afectos,
pruebas el silencio en tu vida.
Otra ventura me revela
el tiempo reflejado. Aflige
como la muerte, la belleza
ya en otros rostros fulmínea.
He perdido toda cosa inocente,
incluso en esta voz, que sobrevive
para imitar la alegría.

Salvatore Quasimodo 

martes, 13 de octubre de 2020

Nada


Mis ojos se ennegrecen
ante estos días
de luz y risas ajenas,
de sal, de muerte hueca
en la sangre.
Quisiera desnudar mi grito
en la calle,
volcarlos en las esquinas,
atravesar paredes
y canciones,
golpear en lo más bajo,
trepar los pensamientos,
devorar las raíces del asombro.
Mis manos se marchitan
abrazando la nada
como esas hojas turbias
que se aferran al árbol.
La burla sopla su clarinete
y mi niebla se desenrosca,
me pide libertad,
se marcha
y se estrangula las horas.

Susana Thénon

 

por un minuto de vida breve

única de ojos abiertos

por un minuto de ver

en el cerebro flores pequeñas

danzando como palabras en la boca de un mudo

Alejandra Pizarnik 


domingo, 11 de octubre de 2020

 

Hombrecitos

Jenniffer Zambrano

Los hombrecitos son tantos que me los encuentro en cualquier parte de la casa y, como son diminutos, en varias ocasiones los he pisado sin darme cuenta, y he hecho llorar a más de un hombrecito. Sus lugares preferidos son los rincones más pequeños y oscuros en los que antes solo existía polvo. No les gusta dejar espacio sin conquistar, ni desaprovechan las oportunidades de apoderarse de todo lo que encuentran; por lo que, al abrir los ojos en las mañanas, lo primero que veo es a ellos saltando sobre las sábanas y jugueteando con los mechones de mi cabello. Pero, por más pequeños que sean, a veces son más fuertes que yo. Como en los días en que mis pasos se vuelven lentos porque ellos se aferran con todas sus fuerzas a mis zapatos y los voy arrastrando por los pasillos y luego por las calles.

Son egoístas estos hombrecitos, a pesar de que les doy todo para que sean felices y vivan en mi casa, a costa de mi carne, sin que deban enfrentar el miedo que les causa el exterior. Porque sí, mis hombrecitos le temen al mundo. A otros hombrecitos que habitan en el exterior. Por eso yo los cuido, los dejo libres dentro de la casa, les permito arrancar el tapiz de las paredes, rayar el piso y botar la comida del refrigerador. Una vez incluso me tocó defenderlos del gato del vecino que entró por la ventana y los persiguió por horas. Así están las cosas por aquí.

Lo bueno es que me acompañan en los momentos de tristeza. Si una noche empiezo a llorar, aparecen todos y se sientan sobre mis piernas, en mis hombros, encima de la cabeza, en las palmas de las manos, sobre mis pechos, sobre mi vientre. Me habitan la piel estos hombrecitos, de manera que yo misma me siento una de ellos.

Lo que no me gusta de ellos es que odian las visitas. No dejan entrar a extraños a la casa, mucho menos a otros hombrecitos. Antes de que ellos llegaran, este lugar pasaba lleno de gente. Solía invitar amigos, hacía fiestas, subía al máximo el volumen de los parlantes a cualquier hora del día. Pero la última vez que traje a alguien a casa, los hombrecitos, enfurruñados, se armaron con todo tipo de utensilios de cocina para lograr su cometido de echar al invitado. Cuando lo consiguieron, los vi saltar y chocar sus manos a manera de festejo por su victoria. Yo lloré y esa fue la primera vez que ellos vinieron a consolarme. Ahora ya no me molesta que los hombrecitos me pidan que duerma temprano y en silencio porque los ruidos los ponen de mal humor.

Dejando eso de lado, vivir con ellos tiene más puntos positivos. Esta noche, por ejemplo, los hombrecitos van a cocinar una cena para ellos y para mí. Mientras estoy preparándome en mi habitación, imagino que se necesitan seis de ellos para tomar el sartén por el mango, cinco para coger la cuchareta y remover la comida y a muchos para ubicarse uno encima de otro hasta formar una hilera de hombrecitos que alcancen la vajilla de la alacena.

Escucho un golpe en la puerta y sé que es la señal de que ya todo está listo. Los hombrecitos me esperan al lado de la mesa. Esta vez se han juntado todos para formar un hombre que me invita a sentar y que me habla en una lengua inentendible durante el tiempo que demoramos en comer. Luego, el hombre pone música y extiende su mano. Bailamos largo rato y la mano del hombre comienza a descender por mi espalda y se estaciona justo al final del escote. Me dejo guiar por él hasta la habitación y, cuando estoy por desnudarme, escucho el ronroneo de un gato, el del vecino, que ha ingresado de nuevo por la ventana abierta. El hombre tiembla. Bajo su traje se ve agitación, grumos que sobresalen deformando su cuerpo. El gato salta encima de él y, al mismo tiempo, el hombre deja de existir. Los hombrecitos vuelven, se dispersan y corren por la habitación, rebotando como pelotitas de goma contra la pared.

Yo estoy cansada de la escena y esquivo al gato y a los hombrecitos hasta salir de la habitación, hasta salir de casa, esperando que al regresar todo esté en calma. Sin gato, sin hombrecitos mezquinos a los que tanto quiero. Ay, mis hombrecitos tan solos, tan tristes, ojalá no sobrevivan a esta noche.

viernes, 9 de octubre de 2020

Pero jamás me pidas la tristeza guardada...


Pero jamás me pidas la tristeza guardada.
(Hay una flor que late y un pájaro que llora
y para no escucharme el alba se demora
porque yo sigo siendo la nunca acompañada.)

De estar un poco mía y otro poco cansada
aquí dentro se rompe una humedad sonora;
y soy la que antes era, la de después de ahora;
la misma soñolienta mujer hecha de nada.

¡Pero jamás me toques el corazón difuso!...
(¿Por qué será, Dios mío, el único que uso?)
Perdida absurdamente en la carne que pienso

me voy volviendo pobre, pequeña como adarme,
y por saberlo todo, ya no quiero salvarme
de esta sangre que tiene un azul indefenso.

Carilda Oliver Labra 

viernes, 2 de octubre de 2020

Ternura 


Comenzaste a morir

ya en aquel momento,

cuando yo nací.

Día tras día

te encogías imperceptiblemente

mientras yo crecía.

Mis anginas infantiles

y mi imprudente juventud

dañaron tu corazón.

Mis derroches

en las despreocupadas bromas

las pagaste al contado con tus días.

Papá, con cuanta ternura

sentabas a la muerte en tus rodillas

y la hacías caricias.


Blaga Dimitrova 


Mafalda y Quino por siempre en el recuerdo