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lunes, 1 de enero de 2024

 

A mi tío Julio, i.m.


Cuando alguien se nos muere


                                                                                          Poema a Eduardo Bosco

Fue necesario el grave, solitario lamento del viento entre los árboles,
para que tú supieras más que nadie ese desesperado resonar,
ese rumor sombrío con que pueden decirse las palabras
cuando de nada vale su fugaz melodía,
cuando en la soledad -la única apariencia verdadera -,
contemplamos, callando, los seres y los tiempos que fueron en nosotros
irrevocables muertes cuyos nombres no sabremos jamás.

Fue necesario el ocio de aquellas largas noches
que minuciosamente ordenaste en recuerdos, memorioso,
para que tú pasaras sosteniendo la sombra con tu sombra,
apenas presentida por los días,
con tu misma pausada palidez demorándose aún después de haberte ido,
porque era tu adiós la despedida última,
la última señal que acercaba los sueños desde el incontenible amanecer.

Fue necesario el lento trabajo de los años,
su rápido fulgor, su mustio decaer entre pesados muros
que sólo levantaron respuestas de ceniza a tu llamado
para que tú miraras largamente tus despojadas manos
como una llanura donde los vientos dejan polvaredas mortales,
mientras disponen, lejos,
la tempestad que arrase desmedida su sediento destino.

Fue necesario todo lo que fuimos contigo,
lo que somos contigo del lado de los llantos,
para saber, viviendo, cuánta sorda tiniebla te asediaba
y encontrarnos, después,
Con el transido resplandor del aire que dejaste muriendo.

Porque todo este tiempo
es el innumerable testigo que nos trae las mismas evidencias,
aquello en lo que fuiste cuanto eras, de una vez para siempre:
acostumbrados gestos,
ciertos ritos que cumpliera tu sangre sumisa a la memoria,
esos nocturnos pasos acercando los campos
donde la luz es sólo un repetido comienzo de penumbras,
las remotas paredes, las efímeras cosas a las que retornabas
con la triste paciencia de quien guarda afanoso, en la mirada,
paisajes habituales que más tarde
aliviarán el peso de las horas en sabido destierro.

Tú pedías tan poco.
Apenas si anhelas un tranquilo vivir que prolongara la duración de tu alma
en idéntico amor,
en radiante amistad, en devoción sagrada
por gentes que existieron con la simple nobleza de la tierra,
sin glorias ni ambiciones.
Tú amabas lo inmortal, lo grandioso terrestre.

Mas no pudo el débil llamado de tu vida contra pesadas puertas
aposentos malditos, épocas miserables
donde la dicha duerme sordamente su legendario olvido-,
nada tu lejanía contra las invencibles mareas de lo inútil,
nada tu juventud contra ese rostro
que entre desalentadas rebeldías, nostalgias y furiosas pesadumbres,
infatigablemente se asomó a tus desvelos;
y unas noche sentimos dentro del corazón un ronco oleaje,
amargamente vivo,
en el preciso sitio donde ardía en nosotros,
como nosotros mismos duradera,
tu callada grandeza.

Ahora estamos más solos por imperio de muerte,
por un cuerpo ganado como un palmo de tierra por la tierra baldía,
recobrando al conjuro del más lejano soplo
realidades perdidas en lo más olvidado de los antiguos días,
imágenes que juntos traspasamos, que juntos nos esperan;
porque no es el recuerdo del pasado dispersos ademanes
-hojarascas y ramas que encendemos
para llorar al humo de una lánguida hoguera-,
sino fieles señales de una región dormida que aguarda nuestro paso
con las huellas de antaño suspendidas como eternos ropajes.

No es por decir, Eduardo, cuando alguien se nos muere,
no hay un lugar vacío, no hay un tiempo vacío,
hay ráfagas inmensas que se buscan a solas, sin consuelo,
pues aquí, y más allá,
tanto de lo que él fue respira con nosotros la fatiga del polvo pasajero,
tanto de lo que somos reposa irrecobrable entre su muerte
que así sobrevivimos
llevando cada uno una sombra del otro por los distantes cielos.
Alguna vez se acercarán,
Entonces, cuando estemos contigo para siempre,
Últimos como tú, como tú verdaderos.

Olga Orozco