jueves, 29 de abril de 2021

La palabra que sana


Esperando que un mundo sea desenterrado por el lenguaje, alguien canta el lugar en que se forma el silencio. Luego comprobará que no porque se muestre furioso existe el mar, ni tampoco el mundo. Por eso cada palabra dice lo que dice y además más y otra cosa.


Alejandra Pizarnik 

miércoles, 28 de abril de 2021

 La alucinación de una mano, o la esperanza póstuma y absurda

 en la caridad de la noche

 

                                                         A Isa-belle Bonet
                                «Todo el bienestar del mundo
                                             lo encuentro en Suleika
                                     cuando la achucho un poco
                                 me siento digno de mí mismo;
                            si me dejara -perdería los ojos.»
                     (Goethe, Diván oriental-occidental)

      Una mujer se acercó a mí y en sus ojos
  vi todos mis amores derruidos
y me asombró que alguien amase aún el cadáver,
alguien como esa mujer cuyo susurro
repetía en la noche el eco de todos mis amores aplastados
y me asombró que alguien lamiese en las costras
                                                                             todavía
tercamente la sustancia que fue oro,
aquello que el tiempo purificó en nada.

          Y la vi como quien ve sin creerla
          en el desierto la sombra de un agua,

la amé sin atreverme a creerlo.

          Y la ofrecí entonces mi cerebro desnudo,
          obsceno como un sapo, obsceno como la
                                                           vida,
           como la paz que para nada sirve
           animándola a que día tras día lo tocase
           suavemente con su lengua repitiendo
           así una ceremonia cuyo sentido único
           es que olvidarlo es sagrado.

Leopoldo María Panero 

"Narciso en el acorde último de las flautas" 1979

martes, 20 de abril de 2021

miércoles, 14 de abril de 2021

 La capa

 Dino Buzzati

Al cabo de una interminable espera, cuando la esperanza comenzaba ya a morir, Giovanni regresó a casa. Todavía no habían dado las dos, su madre estaba quitando la mesa, era un día gris de marzo y volaban las cornejas.

Apareció de improviso en el umbral y su madre gritó: «¡Ah, bendito seas!», corriendo a abrazarlo. También Anna y Pietro, sus dos hermanitos mucho más pequeños, se pusieron a gritar de alegría. Había llegado el momento esperado durante meses y meses, tan a menudo entrevisto en los dulces ensueños del alba, que debía traer la felicidad.

Él apenas dijo nada, teniendo ya suficiente trabajo con reprimir el llanto. Había dejado en seguida el pesado sable encima de una silla, en la cabeza llevaba aún el gorro de pelo. «Deja que te vea», decía entre lágrimas la madre retirándose un poco hacia atrás, «déjame ver lo guapo que estás. Pero qué pálido estás…»

Estaba realmente algo pálido, y como consumido. Se quitó el gorro, avanzó hasta la mitad de la habitación, se sentó. Qué cansado, qué cansado, incluso sonreír parecía que le costaba.

-Pero quítate la capa, criatura -dijo la madre, y lo miraba como un prodigio, hasta el punto de sentirse amedrentada; qué alto, qué guapo, qué apuesto se había vuelto (si bien un poco en exceso pálido)-. Quítate la capa, tráela acá, ¿no notas el calor?

Él hizo un brusco movimiento de defensa, instintivo, apretando contra sí la capa, quizá por temor a que se la arrebataran.

-No, no, deja -respondió, evasivo-, mejor no, es igual, dentro de poco me tengo que ir…

-¿Irte? ¿Vuelves después de dos años y te quieres ir tan pronto? -dijo ella desolada al ver de pronto que volvía a empezar, después de tanta alegría, la eterna pena de las madres-. ¿Tanta prisa tienes? ¿Y no vas a comer nada?

-Ya he comido, madre -respondió el muchacho con una sonrisa amable, y miraba en torno, saboreando las amadas sombras-. Hemos parado en una hostería a unos kilómetros de aquí…

-Ah, ¿no has venido solo? ¿Y quién iba contigo? ¿Un compañero de regimiento? ¿El hijo de Mena, quizá?

-No, no, uno que me encontré por el camino. Está ahí afuera, esperando.

-¿Está esperando fuera? ¿Y por qué no lo has invitado a entrar? ¿Lo has dejado en medio del camino?

Se llegó a la ventana y más allá del huerto, más allá del cancel de madera, alcanzó a ver en el camino a una persona que caminaba arriba y abajo con lentitud; estaba embozada por entero y daba sensación de negro. Nació entonces en su ánimo, incomprensible, en medio de los torbellinos de la inmensa alegría, una pena misteriosa y aguda.

-Mejor no -respondió él, resuelto-. Para él sería una molestia, es un tipo raro.

-¿Y un vaso de vino? Un vaso de vino se lo podemos llevar, ¿no?

-Mejor no, madre. Es un tipo extravagante y es capaz de ponerse furioso.

-¿Pues quién es? ¿Por qué se te ha juntado? ¿Qué quiere de ti?

-Bien no lo conozco -dijo él lentamente y muy serio-. Lo encontré por el camino. Ha venido conmigo, eso es todo.

Parecía preferir hablar de otra cosa, parecía avergonzarse. Y la madre, para no contrariarlo, cambió inmediatamente de tema, pero ya se extinguía de su rostro amable la luz del principio.

-Escucha -dijo-, ¿te imaginas a Marietta cuando sepa que has vuelto? ¿Te imaginas qué saltos de alegría? ¿Es por ella por lo que tienes prisa por irte?

Él se limitó a sonreír, siempre con aquella expresión de aquel que querría estar contento pero no puede por algún secreto pesar.

La madre no alcanzaba a comprender: ¿por qué se estaba ahí sentado, como triste, igual que el lejano día de la partida? Ahora estaba de vuelta, con una vida nueva por delante, una infinidad de días disponibles sin cuidados, con innumerables noches hermosas, un rosario inagotable que se perdía más allá de las montañas, en la inmensidad de los años futuros. Se acabaron las noches de angustia, cuando en el horizonte brotaban resplandores de fuego y se podía pensar que también él estaba allí en medio, tendido inmóvil en tierra, con el pecho atravesado, entre los restos sangrientos. Por fin había vuelto, mayor, más guapo, y qué alegría para Marietta. Dentro de poco llegaría la primavera, se casarían en la iglesia un domingo por la mañana entre flores y repicar de campanas. ¿Por qué, entonces, estaba apagado y distraído, por qué no reía, por qué no contaba sus batallas? ¿Y la capa? ¿Por qué se la ceñía tanto, con el calor que hacía en la casa? ¿Acaso porque el uniforme, debajo, estaba roto y embarrado? Pero con su madre, ¿cómo podía avergonzarse delante de su madre? He aquí que, cuando las penas parecían haber acabado, nacía de pronto una nueva inquietud.

Con el dulce rostro ligeramente ceñudo, lo miraba con fijeza y preocupación, atenta a no contrariarlo, a captar con rapidez todos sus deseos. ¿O acaso estaba enfermo? ¿O simplemente agotado a causa de los muchos trabajos? ¿Por qué no hablaba, por qué ni siquiera la miraba? Realmente el hijo no la miraba, parecía más bien evitar que sus miradas se encontraran, como si temiera algo. Y, mientras tanto, los dos hermanos pequeños lo contemplaban mudos, con una extraña vergüenza.

-Giovanni -murmuró ella sin poder contenerse más-. ¡Por fin estás aquí! ¡Por fin estás aquí! Espera un momento que te haga el café.

Corrió a la cocina. Y Giovanni se quedó con sus hermanos mucho más pequeños que él. Si se hubieran encontrado por la calle ni siquiera se habrían reconocido, tal había sido el cambio en el espacio de dos años. Ahora se miraban recíprocamente en silencio, sin saber qué decirse, pero sonriéndose los tres de cuando en cuando, obedeciendo casi a un viejo pacto no olvidado.

Ya estaba de vuelta la madre y con ella el café humeante con un buen pedazo de pastel. Vació la taza de un trago, masticó el pastel con esfuerzo. «¿Qué pasa? ¿Ya no te gusta? ¡Antes te volvía loco!», habría querido decirle la madre, pero calló para no importunarlo.

-Giovanni -le propuso en cambio-, ¿y tu cuarto? ¿no quieres verlo? La cama es nueva, ¿sabes? He hecho encalar las paredes, hay una lámpara nueva, ven a verlo… pero ¿y la capa? ¿No te la quitas? ¿No tienes calor?

El soldado no le respondió, sino que se levantó de la silla y se encaminó a la estancia vecina. Sus gestos tenían una especie de pesada lentitud, como si no tuviera veinte años. La madre se adelantó corriendo para abrir los postigos (pero entró solamente una luz gris, carente de cualquier alegría).

-Está precioso -dijo él con débil entusiasmo cuando estuvo en el umbral, a la vista de los muebles nuevos, de los visillos inmaculados, de las paredes blancas, todos ellos nuevos y limpios. Pero, al inclinarse la madre para arreglar la colcha de la cama, también flamante, posó él la mirada en sus frágiles hombros, una mirada de inefable tristeza que nadie, además, podía ver. Anna y Pietro, de hecho, estaban detrás de él, las caritas radiantes, esperando una gran escena de regocijo y sorpresa.

Sin embargo, nada. «Muy bonito. Gracias, sabes, madre», repitió, y eso fue todo. Movía los ojos con inquietud, como quien desea concluir un coloquio penoso. Pero sobre todo miraba de cuando en cuando con evidente preocupación, a través de la ventana, el cancel de madera verde detrás del cual una figura andaba arriba y abajo lentamente.

-¿Te gusta, Giovanni? ¿Te gusta? -preguntó ella, impaciente por verlo feliz. «¡Oh, sí, está precioso!» respondió el hijo (pero ¿por qué se empeñaba en no quitarse la capa?) y continuaba sonriendo con muchísimo esfuerzo.

-Giovanni -le suplicó-. ¿Qué te pasa? ¿Qué te pasa, Giovanni? Tú me ocultas algo, ¿por qué no me lo quieres decir?

Él se mordió los labios, parecía que tuviese algo atravesado en la garganta.

-Madre -respondió, pasado un instante, con voz opaca-, madre, ahora me tengo que ir.

-¿Que te tienes que ir? Pero vuelves en seguida, ¿no? Vas donde Marietta, ¿a que sí? Dime la verdad, ¿vas donde Marietta? -y trataba de bromear, aun sintiendo pena.

-No lo sé, madre -respondió él, siempre con aquel tono contenido y amargo; entre tanto, se encaminaba a la puerta y había recogido ya el gorro de pelo-, no lo sé, pero ahora me tengo que ir, ese está ahí esperándome.

-¿Pero vuelves luego?, ¿vuelves? Dentro de dos horas aquí, ¿verdad? Haré que vengan también el tío Giulio y la tía, figúrate qué alegría para ellos también, intenta llegar un poco antes de que comamos…

-Madre -repitió el hijo como si la conjurase a no decir nada más, a callar por caridad, a no aumentar la pena-. Ahora me tengo que ir, ahí está ese esperándome, ya ha tenido demasiada paciencia-. Y la miró fijamente…

Se acercó a la puerta; sus hermanos pequeños, todavía divertidos, se apretaron contra él y Pietro levantó una punta de la capa para saber cómo estaba vestido su hermano por debajo.

-¡Pietro! ¡Pietro! Estate quieto, ¿qué haces?, ¡déjalo en paz, Pietro! -gritó la madre temiendo que Giovanni se enfadase.

-¡No, no! -exclamó el soldado, advirtiendo el gesto del muchacho. Pero ya era tarde. Los dos faldones de paño azul se habían abierto un instante.

-¡Oh, Giovanni, vida mía!, ¿qué te han hecho? -tartamudeó la madre hundiendo el rostro entre las manos-. Giovanni, ¡esto es sangre!

-Tengo que irme, madre -repitió él por segunda vez con desesperada firmeza-. Ya lo he hecho esperar bastante. Hasta luego, Anna; hasta luego, Pietro; adiós, madre.

Estaba ya en la puerta. Salió como llevado por el viento. Atravesó el huerto casi a la carrera, abrió el cancel, dos caballos partieron al galope bajo el cielo gris, no hacia el pueblo, no, sino a través de los prados, hacia el norte, en dirección a las montañas. Galopaban, galopaban.

Entonces la madre por fin comprendió; un vacío inmenso que nunca los siglos habrían bastado a colmar se abrió en su corazón. Comprendió la historia de la capa, la tristeza del hijo y, sobre todo, quién era el misterioso individuo que paseaba arriba y abajo por el camino esperando, quién era aquel siniestro personaje tan paciente. Tan misericordioso y paciente como para acompañar a Giovanni a su vieja casa (antes de llevárselo para siempre), a fin de que pudiera saludar a su madre; de esperar tantos minutos detrás del cancel, de pie, en medio del polvo, él, señor del mundo, como un pordiosero hambriento.

sábado, 10 de abril de 2021

La última noche del mundo  -  Ray Bradbury 


¿Qué harías si supieras que esta es la última noche del mundo?

-¿Qué haría? ¿Lo dices en serio?

-Sí, en serio.

-No sé. No lo he pensado.

El hombre se sirvió un poco más de café. En el fondo del vestíbulo las niñas jugaban sobre la alfombra con unos cubos de madera, bajo la luz de las lámparas verdes. En el aire de la tarde había un suave y limpio olor a café tostado.

-Bueno, será mejor que empieces a pensarlo.

-¡No lo dirás en serio!

El hombre asintió.

-¿Una guerra?

El hombre sacudió la cabeza.

-¿No la bomba atómica, o la bomba de hidrógeno?

-No.

-¿Una guerra bacteriológica?

-Nada de eso -dijo el hombre, revolviendo suavemente el café-. Solo, digamos, un libro que se cierra.

-Me parece que no entiendo.

-No. Y yo tampoco, realmente. Solo es un presentimiento. A veces me asusta. A veces no siento ningún miedo, y solo una cierta paz -miró a las niñas y los cabellos amarillos que brillaban a la luz de la lámpara-. No te lo he dicho. Ocurrió por vez primera hace cuatro noches.

-¿Qué?

-Un sueño. Soñé que todo iba a terminar. Me lo decía una voz. Una voz irreconocible, pero una voz de todos modos. Y me decía que todo iba a detenerse en la Tierra. No pensé mucho en ese sueño al día siguiente, pero fui a la oficina y a media tarde sorprendí a Stan Willis mirando por la ventana, y le pregunté: “¿Qué piensas, Stan?”, y él me dijo: “Tuve un sueño anoche”. Antes de que me lo contara yo ya sabía qué sueño era ese. Podía habérselo dicho. Pero dejé que me lo contara.

-¿Era el mismo sueño?

-Idéntico. Le dije a Stan que yo había soñado lo mismo. No pareció sorprenderse. Al contrario, se tranquilizó. Luego nos pusimos a pasear por la oficina, sin darnos cuenta. No concertamos nada. Nos pusimos a caminar, simplemente cada uno por su lado, y en todas partes vimos gentes con los ojos clavados en los escritorios o que se observaban las manos o que miraban la calle. Hablé con algunos. Stan hizo lo mismo.

-¿Y todos habían soñado?

-Todos. El mismo sueño, exactamente.

-¿Crees que será cierto?

-Sí, nunca estuve más seguro.

-¿Y para cuándo terminará? El mundo, quiero decir.

-Para nosotros, en cierto momento de la noche. Y a medida que la noche vaya moviéndose alrededor del mundo, llegará el fin. Tardará veinticuatro horas.

Durante unos instantes no tocaron el café. Luego levantaron lentamente las tazas y bebieron mirándose a los ojos.

-¿Merecemos esto? -preguntó la mujer.

-No se trata de merecerlo o no. Es así, simplemente. Tú misma no has tratado de negarlo. ¿Por qué?

-Creo tener una razón.

-¿La que tenían todos en la oficina?

La mujer asintió.

-No quise decirte nada. Fue anoche. Y hoy las vecinas hablaban de eso entre ellas. Todas soñaron lo mismo. Pensé que era solo una coincidencia -la mujer levantó de la mesa el diario de la tarde-. Los periódicos no dicen nada.

-Todo el mundo lo sabe. No es necesario -el hombre se reclinó en su silla mirándola-. ¿Tienes miedo?

-No. Siempre pensé que tendría mucho miedo, pero no.

-¿Dónde está ese instinto de autoconservación del que tanto se habla?

-No lo sé. Nadie se excita demasiado cuando todo es lógico. Y esto es lógico. De acuerdo con nuestras vidas, no podía pasar otra cosa.

-No hemos sido tan malos, ¿no es cierto?

-No, pero tampoco demasiado buenos. Me parece que es eso. No hemos sido casi nada, excepto nosotros mismos, mientras que casi todos los demás han sido muchas cosas, muchas cosas abominables.

En el vestíbulo las niñas se reían.

-Siempre pensé que cuando esto ocurriera la gente se pondría a gritar en las calles.

-Pues no. La gente no grita ante la realidad de las cosas.

-¿Sabes?, te perderé a ti y a las chicas. Nunca me gustó la ciudad ni mi trabajo ni nada, excepto ustedes tres. No me faltará nada más. Salvo, quizás, los cambios de tiempo, y un vaso de agua helada cuando hace calor, y el sueño. ¿Cómo podemos estar aquí, sentados, hablando de este modo?

-No se puede hacer otra cosa.

-Claro, eso es; pues si no estaríamos haciéndolo. Me imagino que hoy, por primera vez en la historia del mundo, todos saben qué van a hacer de noche.

-Me pregunto, sin embargo, qué harán los otros, esta tarde, y durante las próximas horas.

-Ir al teatro, escuchar la radio, mirar la televisión, jugar a las cartas, acostar a los niños, acostarse. Como siempre.

-En cierto modo, podemos estar orgullosos de eso… como siempre.

El hombre permaneció inmóvil durante un rato y al fin se sirvió otro café.

-¿Por qué crees que será esta noche?

-Porque sí.

-¿Por qué no alguna otra noche del siglo pasado, o de hace cinco siglos o diez?

-Quizá porque nunca fue 19 de octubre de 2069, y ahora sí. Quizá porque esa fecha significa más que ninguna otra. Quizá porque este año las cosas son como son, en todo el mundo, y por eso es el fin.

-Hay bombarderos que esta noche estarán cumpliendo su vuelo de ida y vuelta a través del océano y que nunca llegarán a tierra.

-Eso también lo explica, en parte.

-Bueno -dijo el hombre incorporándose-, ¿qué hacemos ahora? ¿Lavamos los platos?

Lavaron los platos, y los apilaron con un cuidado especial. A las ocho y media acostaron a las niñas y les dieron el beso de buenas noches y apagaron las luces del cuarto y entornaron la puerta.

-No sé… -dijo el marido al salir del dormitorio, mirando hacia atrás, con la pipa entre los labios.

-¿Qué?

-¿Cerraremos la puerta del todo, o la dejaremos así, entornada, para que entre un poco de luz?

-¿Lo sabrán también las chicas?

-No, naturalmente que no.

El hombre y la mujer se sentaron y leyeron los periódicos y hablaron y escucharon un poco de música, y luego observaron, juntos, las brasas de la chimenea mientras el reloj daba las diez y media y las once y las once y media. Pensaron en las otras gentes del mundo, que también habían pasado la velada cada uno a su modo.

-Bueno -dijo el hombre al fin.

Besó a su mujer durante un rato.

-Nos hemos llevado bien, después de todo -dijo la mujer.

-¿Tienes ganas de llorar? -le preguntó el hombre.

-Creo que no.

Recorrieron la casa y apagaron las luces y entraron en el dormitorio. Se desvistieron en la fresca oscuridad de la noche y retiraron las colchas.

-Las sábanas son tan limpias y frescas…

-Estoy cansada.

-Todos estamos cansados.

Se metieron en la cama.

-Un momento -dijo la mujer.

El hombre oyó que su mujer se levantaba y entraba en la cocina. Un momento después estaba de vuelta.

-Me había olvidado de cerrar los grifos.

Había ahí algo tan cómico que el hombre tuvo que reírse.

La mujer también se rió. Sí, lo que había hecho era cómico de veras. Al fin dejaron de reírse, y se tendieron inmóviles en el fresco lecho nocturno, tomados de la mano y con las cabezas muy juntas.

-Buenas noches -dijo el hombre después de un rato.

-Buenas noches -dijo la mujer.


miércoles, 7 de abril de 2021

  IX

Hoy, tu silencio es un estanque donde las cosas ahogadas viven

y yo quiero verlas goteando y secándose frente al sol.

No es el mío sino otros rostros los que miro ahí,

incluso el tuyo en otra época.

Las dos necesitamos lo que sea que esté allí perdido–

un reloj de oro viejo, un registro de fiebre borroneado por el agua,

una llave… Hasta el sedimento y las piedritas del fondo

merecen su destello de reconocimiento. Temo este silencio,

esta vida desarticulada. Estoy esperando

un viento que de una vez por todas, abra los pliegues de esta agua

para enseñarme lo que puedo hacer por ti,

que a menudo haces lo innombrable

nombrable para otros, incluso para mí.




IX

Your silence today is a pond where drowned things live

I want to see raised dripping and brought into the sun.

It’s not my own face I see there, but other faces,

even your face at another age.

Whatever’s lost there is needed by both of us—

a watch of old gold, a water-blurred fever chart,

a key. . . . Even the silt and pebbles of the bottom

deserve their glint of recognition. I fear this silence,

this inarticulate life. I'm waiting

for a wind that will gently open this sheeted water

for once, and show me what I can do

for you, who have often made the unnameable

nameable for others, even for me.
Adrienne RichDe Twenty One Love Poems, poemas de The dream of a common language (1994-1979)

domingo, 4 de abril de 2021

Un pañuelito bordado blanco

Por Juan Forn  



Maiacovski salía una noche de El Refugio de los Comediantes, del brazo de la hermosa Lili Brik, cuando volvió a su mesa a recoger la carterita que ella había olvidado. Larisa Reisner, que estaba en la mesa de al lado, le dijo: “Te pasarás la vida volviendo a buscar esa carterita”. Maiacovskile contestó: “Puedo llevar esta carterita hasta con los dientes, Larisa Mijailovna. En el amor no hay ofensas”.

Maiacovski apareció en escena en la poesía rusa como un rompehielos partiendo témpanos (la imagen es del gran Viktor Shklovski). Decía cosas salvajes, antipoéticas, pero con un sentido del ritmo tan asombroso que sus versos quedaban grabados en la memoria aunque uno no se lo propusiera. El vozarrón con que recitaba esos poemas era doblemente estremecedor porque salía de una boca negra como una caverna: Maiacovski tenía los dientes podridos. Lili Brik lo llevó al dentista, así como le sacó la túnica amarilla y la melena de futurista, le afeitó la cabeza, lo vistió de traje y botines y se lo llevó a vivir con ella y su marido, Osip Brik. Los poemas de Maiacovski pagaban las cuentas, Lili dormía con su tormentoso amante y Osip se convirtió en el confidente y mejor divulgador de la obra del poeta, porque Osip Brik era uno de los cerebros de lo que hoy se conoce en la academia como Formalismo Ruso.

Lili tenía pareja abierta con Maiacovskiy no le importaba que él tuviera amoríos, siempre y cuando ella siguiera siendo su musa y Osip su intérprete. Maiacovski era huérfano, había pasado por la cárcel a los quince, había dormido en la calle y después en los galpones del Instituto de Escultura. Los Brik no sólo le dieron un hogar sino un salón donde brillar. Porque en aquel departamentode la calle Zhukosvkaya 7 ocurrió en vivo y en directo la literatura rusa, entre los años 1922 y 1929. “El salón de los Brik no tenía puerta sino tapa: abrirla era como abrir un libro”, dijo Pasternak una vez.

Entonces el Soviet Supremo mandó a Maiacovski de embajador por el mundo y el poeta dejó embarazada a una joven en América, que lo siguió a París. Para evitar que el asunto pasara a mayores, Lili Brik le pidió a su hermana Elsa Triolet (que vivía con el poeta Aragon en París) que le presentara urgente una muchacha a Maiacovski, “para distraerlo”. Así conoció el poeta a Tatiana Yakovleva, que había sido criada para casarse con príncipes, en la Rusia prerrevolucionaria y tenía dos dotes descollantes además de su porte: una memoria asombrosa para la poesía rusa y una habilidad endiablada con los dedos de sus pies.

Cuando vino la Revolución, la quinceañera Tatiana recitaba poemas en las esquinas para los soldados rojos, a cambio de pan para su madre y su hermana. Así sobrevivieron la hambruna hasta que Tatiana fue enviada a París con su abuela, a curarse la tuberculosis. Dos años después brillaba en los salones parisinos desanudando la corbata y desprendiendo los botones de la camisa de un caballero con sus piecitos desnudos mientras le recitaba poemas de Pushkin, Tiuschev, Biely, Ajmátova y Mandelstam.

Maiacovski quedó fulminado cuando la conoció. La visitó todos los días de su estadía, le propuso matrimonio, le prometió que volvería para llevársela con él a Moscú, pero ella no le creyó hasta que él le escribió dos poemas que publicó en cuanto volvióa la URSS: uno se llamaba “Carta al camarada Kostrov sobre la esencia del amor” y el otro “Carta a Tatiana Yakovleva”. Eran los dos mejores poemas de amor que había escrito en su vida. Todo Moscú se preguntaba quién era esa Yakovleva, Lili Brik estaba intratable, pero pasaban cosas peores en Moscú, y Maiacovski aprovechó esa última oportunidad que le quedaba de ir a París como poeta itinerante.

Pasó todas las horas que pudo con Tatiana y dejó todos los honorarios de sus recitales en una florería con el encargo de enviarle una rosa por día. En el año siguiente, la correspondencia entre los dos fue volcánica. Y entonces, para estupor general, Tatiana se casó con un vizconde francés. A los dos meses quedó embarazada y dos meses más tarde se enteró por los diarios que Maiacovski se había suicidado de un tiro en Moscú, defenestrado por sus pares. “Las rosas siguen llegando a casa, una por día. Estoy destrozada, pero no creo que haya sido yo el motivo”, le escribe Tatiana a su madre, que sigue viviendo en la URSS, en la última carta que logra hacerle llegar, en 1938, junto con unas fotos de ella y la bebé. La abuela nunca conocerá a su nieta ni sabrá nada más de su hija.

Tatiana huyó de París cuando llegaron los nazis. El marido vizconde murió en un combate aéreo; ella logró llegar a Nueva York con su hija y su nueva pareja, Alexander Lieberman. Él consiguió trabajo en Vogue, ella en Saks diseñando sombreros. Un año después ella era la reina de los sombreros de Nueva York y él dirigía la revista como si fuera un feudo que ponía a los pies de ella. Durante treinta años desfilaron por sus famosos salones Marlene Dietrich, Salvador Dalí, Leonard Bernstein, Susan Sontag y por supuesto cuanto ruso ilustre viviera o pasara por Nueva York, de Barishnikov y Brodsky a Plisestkaya y Evtuchenko. Tatiana escuchaba confidencias y daba consejos, en francés o en ruso. Nunca quiso hablar de Maiacovski con ninguno de sus íntimos; sólo muy de tanto en tanto aceptaba contar algo mínimo a alguno de los maiacovskianos soviéticos que lograban llamarla por teléfono desde Moscú, porque Tatiana no escribía cartas, ni contestaba ninguna.

En cambio, una carta de extraordinario coraje y elocuencia que le escribió Lili Brik al propio Stalin logró que en 1935 se rehabilitara a Maiacovski y se lo volviera a leer en la URSS. El salón de los Brik nunca volvió a ser lo que era, pero siguió funcionando hasta la muerte de Osip, en 1945. Lili se volvió a casar con un jerarca de la Cheka que cayó en las últimas purgas de 1952. Cuando le preguntaron a Stalin qué hacer con ella, él contestó: “Déjenla tranquila, es la viuda de Maiacovski”. Vivió hasta los 86 años. Christian Dior e Ives Saint-Laurent iban a visitarla, cuando estaban en Moscú. Era un ícono viviente: la musa viuda del poeta de la revolución. Reinaba en solitario hasta que, en 1963, el Museo Maiacovski recibió en donación un paquete de cartas y fotos de Tatiana que su mamá legó al morir, sin saber que su hija seguía viva en Nueva York. Todas las cartas hablaban de Maiacovski: al fin se sabía quién era la Tatiana Yakovleva del poema, hasta fotos había.

Desde entonces, hasta que murieron más de veinte años después, una en Moscú y la otra en Nueva York, Lili Brik y Tatiana Yakovleva vivieron pendientes pero ajenas la una de la otra, soportando con altanería preguntas impertinentes de amigos y extraños (“¿A quién quiso más?”, “¿Era bueno en la cama?”). Cada vez que algún maiacovskiano obsequioso le preguntaba a una si quería mandarle algo a la otra, decían que sí y se mandaban un pañuelito bordado blanco. Nunca se vieron las caras, ni se escribieron unas líneas, ni hablaron por teléfono siquiera. Pero las dos tuvieron hasta el último día una foto de Maiacovski en su mesa de luz, y el pañuelito bordado blanco.