lunes, 28 de marzo de 2022

Una entrevista, hasta ahora inédita, con Carlos Busqued.

Por Teresita Garabana*

A comienzos del 2013 abandoné Tucumán y me mudé a Buenos Aires sin un objetivo claro. Me inscribí en la Especialización en Periodismo Cultural ofrecida por la UNLP, que se cursaba en Capital. En el contexto de ese posgrado que nunca terminé, Mariana Enríquez nos dio como consigna hacer una entrevista. Siendo una extraña en la ciudad, sin muchos contactos, se me ocurrió mandarle un mensaje privado por tuiter a Carlos Busqued. Le dije que quería hacerle una entrevista, que era una tarea para la facultad, que probablemente nunca iba a publicarla. Aceptó con gusto y quedamos en encontrarnos en La Academia, el bar-billar de Callao casi Corrientes. 

Yo estaba nerviosa. Era la primera vez que hacía una entrevista, y hasta el momento no hice otras. La timidez, la inseguridad y la suerte me sacaron muy rápido del camino del periodismo y me colocaron —por el momento— en el de la investigación académica. Tengo que reconocer que me resulta más cómodo esconderme a leer revistas del siglo XIX y escribir algún paper que leerán un puñado de personas, antes que sentarme frente a un desconocido, preguntarle de todo y publicar los resultados en algún medio de comunicación. El riesgo es que lo lea más gente, que a alguien no le guste, que piensen que soy tonta o aburrida. 

Entonces, tal como le dije en su momento, la entrevista nunca se publicó. Pero ahora que Carlos murió repentinamente, siento la necesidad de que algo de esa charla salga a la luz. No por mí, que estoy muy alejada del mundo de los medios de comunicación, sino porque creo que la muerte de alguien tan especial merece que sean recuperadas, en lo posible, todas las palabras que haya dicho. Después de todo, mi trabajo como historiadora es, hasta cierto punto, hacer hablar a los muertos.

Esa noche de octubre —recién podíamos encontrarnos a las 20, porque antes él daba su taller— llegó al bar con una bermuda de jean, zapatillas blancas y la remera gris con un chanchito rosa que se ve en varias de sus fotos. Nos tomamos unas cuantas cervezas y hablamos casi tres horas. La conversación se fue para todos lados: me habló de su ex mujer, de las chicas con las que se estaba viendo, de su relación con las drogas. Pero yo, siempre buena alumna y muy apegada a hacer lo correcto, le prometí que rescataría las partes en las que hablaba, principalmente, de literatura. Ahora me arrepiento, claro, porque en algún momento perdí la grabación.  

Lo primero que percibí al conocer a Carlos fue un contraste evidente entre la misantropía con la que hablaba desde su cuenta de tuiter y el tono suave y amable con el que se dirigía a las personas: al mozo del bar, a la muchacha que pasó vendiendo estampitas, a mí.

En 2008, tras casi cuatro años de elaboración y correcciones, Busqued había terminado su primera novela, Bajo este sol tremendo, y la había mandado al concurso Herralde de novela. Según me dijo, lo hizo ‘’por caradura, porque la novela era corta y este era uno de los pocos concursos que no pedían una extensión mínima’’. Dos meses después, el mismísimo Jorge Herralde le mandó un email en el que le informaba que era finalista del concurso, y que independientemente del resultado, su novela sería publicada al año siguiente en Anagrama. 

El libro, la historia de un hombre apático que está desempleado y tiene que regresar a su pequeño pueblo natal cuando le anuncian que su madre y su hermano fueron asesinados a escopetazos, obtuvo el reconocimiento que ya sabemos. 

Cuando lo entrevisté, casi cinco años después, Bajo este sol tremendo seguía dando que hablar, aunque sus fans también nos preguntábamos cuándo publicaría otra. Queríamos más. 

—Leyendo un poco sobre tu vida, es fácil notar que la publicación del libro marcó un antes y un después. ¿Es así? ¿Pensás en tu vida anterior? 

—Sí, es un poco así. Pienso con terror en mi vida anterior. Yo vengo de una existencia muy brutal, muy triste, muy mala onda. Vengo de un entorno familiar donde nunca había un horizonte de algo bueno. Fui educado en un catolicismo que solo cree en cargar la cruz, no en que va a haber una redención. No había un sentido, un para qué. Es ese catolicismo de campo. Toda mi familia vivió del campo, son todos yugoslavos, gente muy tosca, de muy pocas palabras. Y yo no sé qué me pasó a mí, que en un momento me harté de esa existencia, estaba casado, me separé, terminé de estudiar, que era una especie de obligación que yo tenía, porque mi viejo me inscribió en la universidad. Esa fue la primera pregunta que me hizo mi psicóloga, ¿su padre lo inscribió en la universidad?

—Dada esta existencia brutal, ¿dirías que tu estado de ánimo de ese momento influyó en el tono del libro?

—Mi estado de ánimo ES el tono del libro. Yo me acuerdo muy bien de cómo estaba yo cuando escribí esas cosas, fue un libro que escribí muy solo y muy hecho mierda. Yo había comenzado terapia un par de años antes, porque ya no me aguantaba. Mi vieja se había mudado acá a Berazategui y había dejado una casa allá en Córdoba, me separé y me fui a vivir ahí. Era una casa que estaba vacía, no tenía muebles, había un colchón de una plaza y una bandera argentina que había tenido yo cuando vivía ahí. Me tapé con esa bandera durante dos años. No tenía ni sábanas. Ahí escribí el bruto de la novela. En un momento empecé a rodearme de basura y se me empezó a caer toda la casa. Se me empezaron a tapar todas las cañerías, me dejó de andar el calefón, me dejó de andar la heladera, empecé a bañarme en un departamentito que había al fondo, hasta que también dejó de andar eso. En el patio, los yuyos tenían un metro de altura. Para que te des una idea, a veces venía un linyera a dormir a mi casa, un tipo que dormía en la calle. Y cuando llegaba, limpiaba el lugar en el que él iba a dormir. El tipo dormía en la calle pero en mi casa limpiaba. Estaba viviendo en una demolición. Yo me separé, me pegué un tiro políticamente en la universidad en donde trabajaba y escribí ese libro, todo como parte de un mismo proceso, de un mismo clima mental. Y ese libro, de hecho, trata sobre el abandono de una forma de vida. 

—Todo lo que se lee sobre Bajo este sol tremendo son buenas críticas. ¿Recibiste malas críticas?

—No, nunca. Lo más parecido fue algo que salió en un blog de acá, de uno que se ve que estaba muy embolado conmigo y se agarraba de unos argumentos muy mogólicos… como que Tancacha no era donde yo decía… ¡y si, loco! Yo agarré el Google y miré las distancias. Pero eso no califica como crítica mala. Y después un italiano que salió desde un blog de literatura negra a decir que no es un libro negro, y que yo no soy tan bueno como dicen. Pero no sé si llega a ser una crítica, tampoco.

—El éxito de este libro fue tan grande y repentino que casi te obliga a seguir escribiendo. ¿Pero querés ser escritor?

—Durante mucho tiempo la literatura para mí fue la posibilidad de escaparme, fue esa cosa que estaba re buena. Yo, por ejemplo, leía a Bukowski mientras laburaba en una fábrica. Para mí Bukowski no es la borrachera y las putas, sino eso del laburante, del odio hacia el patrón y el odio a la propia existencia por tener que ir ahí… entonces por momentos estaba la redención del Bukowski que la había pegado un poco, ya más viejo, con un BMW en la puerta, ¿viste? Para mí ser escritor sobre todo significaba eso. Siento que yo siempre quise ser escritor, siempre pensé que era lo más grande que había y lo más grande que yo pudiera querer. Pero en algún punto mi vida no cambió. Sigo durmiendo en un colchón, solo que ahora tengo sábanas. La última vez que lo vi a Herralde estuvimos tomando whisky en el hotel Alvear. Después me volví a pata a mi casa, pensando, mal, porque le estaba dando excusas, y entro a mi monoambiente y digo… ¿qué soy? Porque sí, estoy en el Alvear hablando con Herralde… ¡el viejo viene a pedime cosas! ¡Él me llama a mí! Y a la vez, me voy de ahí y entro a mi departamento y me están comiendo las cucarachas… entonces digo, ¿soy escritor? ¿Qué soy?

—¿Por qué no te comprás una cama?

—Porque tengo la idea de que un día me van a desalojar y voy a estar como un pelotudo en la calle con la cama. 

¿Sentís que formas parte de algo colectivo, de una generación, o de un grupo de escritores?

—No, para nada. A veces siento que todos hablan de algo que yo no sé, que todos entienden un chiste que yo no entiendo. El otro día una ex alumna, que me vende drogas, apareció en un momento que yo estaba muy en crisis, entonces me dice ‘’loco, vos sos muy exigente con vos mismo’’. Y después me quedé pensando, no es que yo me esfuerce mucho o sea muy exigente. Lo que yo no entiendo es cómo está contenta la gente con lo boluda que es. Si yo fuera como es la mayoría de la gente estaría escondido debajo de una mesa. Siento un odio por lo fácil que les resulta todo a los patanes. 

¿Quiénes son los patanes?

—La gente autosatisfecha, que está contenta con todo lo que hace, que escribe un libro en dos semanas, que sale a hablar en todos lados, que escribe para cogerse minas. Pero los boludos prosperan. Yo soy todo lo contrario, no soy utilitario, siento que tengo una disfuncionalidad. Siento que hay cosas que son para otros. 

¿Cómo es eso?

—No sé, no me puedo permitir cosas. Hay cosas que considero que no las merezco, que no son para mí. Viajar, por ejemplo. Mis amigos me preguntan cuándo voy a hacer un viaje. Ahora tengo un amigo que está en Europa, en la Cannabis Cup, que es la copa mundial del porro, y me dice ‘’border, pagate el pasaje, acá dormís, yo estoy en un departamento’’ y yo no sé, no puedo hacerlo, tengo la guita pero es como si no la tuviera, porque lo único que tengo es miedo a perderla. Vivo como un estudiante universitario de primer año. Tengo un auto en Córdoba, mi ex mujer me dice que me lo lleve y lo use, pero no lo hago. Creo que soy así porque me molesta tener que ocuparme de las cosas, no quiero pagar impuestos de un auto, no quiero ir a un taller a buscar un repuesto. Si ando en auto tengo once veces más probabilidades de que me pare la cana, de tener que hablar con un cana por algo, no podría ni fumarme un porro tranquilo. Yo no quiero eso. 

¿Qué estás escribiendo ahora?

—Estoy acumulando material. Quisiera escribir una novela inapelable, que sea completamente sólida. Estoy hace como dos años con esto, pero escribiendo desde hace no tanto. Yo no tengo problema de laburar, siempre y cuando encuentre la historia. Pero hasta que no la encuentro es muy difícil. Tengo que encontrar el tránsito del personaje, qué es lo que le pasa, cómo va a reaccionar ante determinadas cosas, muy de a poco le encuentro un sentido, y a partir de ahí puedo laburarlo. Yo creo que el problema de esta próxima novela ya lo tengo, y tiene que ver con la absorción de la idea de que las cosas se terminan. Pero estoy viendo cómo encarar el malestar. Aquí hay un personaje que siente que está muy enfermo y que se va a morir. Hay muchas más cosas, pero la línea argumental va por ahí. 

Sé que muchos te preguntan cuándo vas a publicar otro libro. ¿Te lleva mucho tiempo escribir? ¿Descartás mucho?

—Todo me lleva muchísimo tiempo. Es un proceso muy tortuoso, muy de armar las cosas de a poquito. Descarto todo el tiempo. Tengo miles de archivitos por un costado que tienen el nombre de la primera oración. Después ya voy teniendo cosas un poco más armadas. Pero tengo lo que se llama una aproximación asintótica a las cosas. Asintótico es algo que se aproxima mucho a una cosa pero sin llegar a tocarla. Una línea que se acerca infinitamente a un eje pero que jamás lo va a tocar. Yo me aproximo, me aproximo, me aproximo, y cuando estoy re podrido eso quiere decir que llegué. 

¿Por qué deberían leerte?

—No sé si deberían leerme, pero sí te puedo decir que mi lector ideal es igual a mí, un hijo de puta mala onda que te cierra un libro a los cinco minutos de haberse aburrido. Yo respeto a un tipo que es como yo, que no puede aburrirse. Yo tengo que domar a un tipo como ese.  No te puedo dejar aburrir ni un minuto.

Tu historia con Bajo este sol tremendo es una historia de éxito. ¿Qué es lo que más te gusta de ese éxito?

—Mirá, hay un libro de David Leavitt que se llama ‘’El lenguaje perdido de las grúas’’, es hermoso, es muy sutil. Ahí habla de un niño que era hijo de una psicótica que a veces se iba, no lo alimentaba, la mina salía y el pibe lloraba todo el tiempo, les rompía los huevos a los vecinos. Y un día el pibe deja de llorar. Entonces los vecinos, después de que pasan un par de días y no la ven a la madre, entran al departamento. Lo encuentran al chiquito, parado en la cuna mirando por la ventana a unas grúas. Y el pibe imita con los brazos los movimientos de las grúas, y así deja de llorar, porque comparando con el desastre que tenía de madre, qué sólidas, qué previsibles, qué organizadas eran las grúas. Y ahí Leavitt dice que lo importante es que uno se transforme en lo que ama. Y eso me parece hermoso, esa idea de transformarse en lo que uno ama. ¿Y a qué iba con esto? Ah, que para mí lo mejor, lo más fuerte que me pasó con esto, es saber que ese mismo tipo que una vez aprobó a Bukowski, me aprobó a mí. Así de pelotudo soy.