sábado, 13 de abril de 2024


Una mujer entera 

Idea Vilariño (1920-2009)

por Juan Forn

Mientras la televisión y un enjambre de periodistas locales y corresponsales extranjeros y el Uruguay entero estaban pendientes de la agonía de Mario Benedetti en un hospital de Montevideo, Idea Vilariño se murió en silencio a unas cuadras de distancia. Aunque el día de su muerte un centenar de admiradores le rindieron homenaje en el hall central de la Universidad de la República, a su entierro en el Cementerio del Norte, a la misma hora, fueron sólo catorce personas. El episodio cierra de manera perfectamente coherente la leyenda que la rodeó siempre, a veces alimentada y a veces padecida por ella misma.

Como muchos de mi generación, conocí los poemas de Idea Vilariño en las ediciones que le hizo Schapire en los ’60. Fueron de los primeros libros que compré con mi propia plata, cuando tenía trece o catorce años, y no podía creer que se pudiera decir tanto con tan pocas palabras, y con palabras de todos los días. Uno empezaba a leer esos poemas preguntándose si no eran material de poster, hasta que venía esa descarga eléctrica en el plexo y se nos atragantaban las palabras en la garganta y entendíamos con clarividente certeza que no se podía decir eso de otra manera, no se podía decir eso sin haber pasado antes por las comarcas más pavorosas del amor. Había uno en particular que se llamaba “Ya no” (Ya no será / ya no / no viviremos juntos / no criaré a tu hijo / no coseré tu ropa / no te tendré de noche / no te besaré al irme /nunca sabrás quién fui / por qué me amaron otros / ... Ya no soy más que yo / para siempre y tú / ya no serás para mí / más que tú /... Ya no sabré dónde vives / con quién / ni si te acuerdas / No me abrazarás nunca /... No volveré a tocarte / No te veré morir). La Vilariño se lo había escrito a Onetti, le había escrito todos los poemas de ese libro terrible, y se lo había dedicado, y años después le quitó la dedicatoria cuando lo reeditó, y logró por fin lastimar a Onetti como él la había lastimado a ella.

En los años ’90, cuando yo trabajaba en Planeta y María Esther Gilio y Carlitos Domínguez preparaban su biografía sobre Onetti (Construcción de la noche), los torturaba pidiéndoles que contaran más cosas de aquella terrible historia de amor hasta que la Gilio me dijo: “¿Por qué no encargás una biografía sobre Idea y nos dejás de joder a nosotros?”. Todo lo que puede saberse de ella, ahora que ha muerto, está en el extraordinario suplemento especial que El País de Montevideo le dedicó hace unos días (donde Rosario Peyrou define inigualablemente su poesía: “El máximo escepticismo con la máxima sensualidad”) y en el libro-álbum La vida escrita, publicado el año pasado, que reúne fragmentos de sus diarios, cartas, textos inéditos y recuerdos de sus amigos (“El tipo de homenaje que suele tributarse a los grandes poetas cuando mueren y que nosotros quisimos hacerle antes”, según su responsable, Ana Inés Larre Borges) y en el documental Idea, que filmó Mario Jacob en 1996 (donde ella dice: “Cuando escribo nunca miento. Puedo mentir en la vida de todos los días, pero no cuando escribo”).

Gracias a ellos sabemos que el padre le recitaba, a Idea y a sus hermanos, desde muy chicos, poemas del Siglo de Oro español en voz alta (y que por eso, antes de aprender a leer, ella ya inventaba poemas de rima y métrica perfectas con palabras que elegía exclusivamente por su sonido). Que, a pesar de su salud precaria, desde los veinte años vivió sola. Que antes de cumplir los treinta publicó esta opinión sobre la poesía rioplatense de su tiempo: “Miserablemente estancada en un pantano, pobre poesía de provincia, sin originalidad, sin fuerza, sin ningún poeta verdadero, ningún intenso, ningún nuevo, ningún desesperado, ningún revolucionario. Nadie sabe cantar, nadie tiene mensaje”. Que colaboró en la legendaria revista Marcha hasta que le censuraron por pornográfico un poema donde decía “un pañuelo con sangre, semen, lágrimas” (el problema era que lo firmara “una mujer sola”; ella los mandó a la mierda y no publicó más nada con ellos). Que dio clases durante treinta años en un liceo (se levantaba a las cuatro de la mañana para estar en el liceo a las ocho y tenía otro trabajo a la tarde, y de noche traducía, entre otros a Shakespeare). Que durante muchos años se resistió a recibir premios (no a obtenerlos: le dieron como tres veces el Premio Nacional de Poesía pero recién lo aceptó en 1987, cuando consideró que el jurado era irreprochable). Que detestaba las apariciones en público y que dio apenas tres entrevistas en su vida (“Me gusta mucho escuchar las entrevistas que les hacen a los demás, pero yo no tengo el don: recién al otro día se me ocurren las cosas inteligentes que podría haber dicho”). Que tocaba tangos al piano y los bailaba y los cantaba igual de bien. Que, en lugar de publicar libros nuevos, a partir de 1966 prefirió reeditar los tres que menos le disgustaban (Nocturnos, Poemas de Amor y Pobre Mundo) agregando de canuto en cada reimpresión los poemas nuevos que iba escribiendo, hasta que en 1989 aceptó sacar un libro enteramente inédito: lo tituló, a secas, No, y los dos últimos versos del libro son éstos: “Inútil decir más / Nombrar alcanza”. Que tenía una muletilla (“¿Cómo te diré?”) que la pintaba en genio y figura. Que una septicemia estuvo a punto de matarla a los veintisiete y la tuvo postrada en llaga viva durante casi tres años. Que se casó tres o cuatro veces (siempre por gratitud, con los tipos que fueron buenos con ella, como Manuel Claps, que la cuidó durante aquellos tres años) pero el hombre de su vida fue, sin discusión, Onetti (el propio Claps fue quien los presentó, cuando ella acababa de recuperarse de aquella septicemia).

Que Onetti y ella sólo pasaron juntos nueve noches, en once años. Que al principio él le pareció el hombre más adulto que había conocido y que, a causa de eso, perdió después toda confianza en su propio juicio. Que los momentos juntos eran “el infierno en la calle Durazno”. Que él la llamaba por teléfono y le decía: “Ayudame a entender el modo en que te quiero”. O: “Tengo una loca que se ha tirado al piso y me abraza los pies y no sé qué me pide. Te llamo porque necesito oír tu voz, escuchar a alguien sensato”. Que él le reprochó siempre que no lo amaba de verdad, que sólo lo usaba para escribir “esos poemas tremendos”. Que ella le reprochó siempre que no apareciera “ni una mujer entera” entre los personajes de sus novelas.

Vaya a saberse cuánto es cierto y cuánto es leyenda en toda esta historia. Yo sólo sé que, precisamente por saberse incompleta, Idea Vilariño logró convertirse en una mujer entera, absoluta. En un poema titulado lacónicamente “43” se retrató, a mi gusto, mejor que en ninguna otra parte. Son sólo cinco líneas: “Como un jazmín liviano / que cae sosteniéndose en el aire / que cae cae cae / cae. / Y qué va a hacer”.


jueves, 15 de febrero de 2024

Belice

Xunantunich 










 

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Copán




                                                

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lunes, 1 de enero de 2024

 

A mi tío Julio, i.m.


Cuando alguien se nos muere


                                                                                          Poema a Eduardo Bosco

Fue necesario el grave, solitario lamento del viento entre los árboles,
para que tú supieras más que nadie ese desesperado resonar,
ese rumor sombrío con que pueden decirse las palabras
cuando de nada vale su fugaz melodía,
cuando en la soledad -la única apariencia verdadera -,
contemplamos, callando, los seres y los tiempos que fueron en nosotros
irrevocables muertes cuyos nombres no sabremos jamás.

Fue necesario el ocio de aquellas largas noches
que minuciosamente ordenaste en recuerdos, memorioso,
para que tú pasaras sosteniendo la sombra con tu sombra,
apenas presentida por los días,
con tu misma pausada palidez demorándose aún después de haberte ido,
porque era tu adiós la despedida última,
la última señal que acercaba los sueños desde el incontenible amanecer.

Fue necesario el lento trabajo de los años,
su rápido fulgor, su mustio decaer entre pesados muros
que sólo levantaron respuestas de ceniza a tu llamado
para que tú miraras largamente tus despojadas manos
como una llanura donde los vientos dejan polvaredas mortales,
mientras disponen, lejos,
la tempestad que arrase desmedida su sediento destino.

Fue necesario todo lo que fuimos contigo,
lo que somos contigo del lado de los llantos,
para saber, viviendo, cuánta sorda tiniebla te asediaba
y encontrarnos, después,
Con el transido resplandor del aire que dejaste muriendo.

Porque todo este tiempo
es el innumerable testigo que nos trae las mismas evidencias,
aquello en lo que fuiste cuanto eras, de una vez para siempre:
acostumbrados gestos,
ciertos ritos que cumpliera tu sangre sumisa a la memoria,
esos nocturnos pasos acercando los campos
donde la luz es sólo un repetido comienzo de penumbras,
las remotas paredes, las efímeras cosas a las que retornabas
con la triste paciencia de quien guarda afanoso, en la mirada,
paisajes habituales que más tarde
aliviarán el peso de las horas en sabido destierro.

Tú pedías tan poco.
Apenas si anhelas un tranquilo vivir que prolongara la duración de tu alma
en idéntico amor,
en radiante amistad, en devoción sagrada
por gentes que existieron con la simple nobleza de la tierra,
sin glorias ni ambiciones.
Tú amabas lo inmortal, lo grandioso terrestre.

Mas no pudo el débil llamado de tu vida contra pesadas puertas
aposentos malditos, épocas miserables
donde la dicha duerme sordamente su legendario olvido-,
nada tu lejanía contra las invencibles mareas de lo inútil,
nada tu juventud contra ese rostro
que entre desalentadas rebeldías, nostalgias y furiosas pesadumbres,
infatigablemente se asomó a tus desvelos;
y unas noche sentimos dentro del corazón un ronco oleaje,
amargamente vivo,
en el preciso sitio donde ardía en nosotros,
como nosotros mismos duradera,
tu callada grandeza.

Ahora estamos más solos por imperio de muerte,
por un cuerpo ganado como un palmo de tierra por la tierra baldía,
recobrando al conjuro del más lejano soplo
realidades perdidas en lo más olvidado de los antiguos días,
imágenes que juntos traspasamos, que juntos nos esperan;
porque no es el recuerdo del pasado dispersos ademanes
-hojarascas y ramas que encendemos
para llorar al humo de una lánguida hoguera-,
sino fieles señales de una región dormida que aguarda nuestro paso
con las huellas de antaño suspendidas como eternos ropajes.

No es por decir, Eduardo, cuando alguien se nos muere,
no hay un lugar vacío, no hay un tiempo vacío,
hay ráfagas inmensas que se buscan a solas, sin consuelo,
pues aquí, y más allá,
tanto de lo que él fue respira con nosotros la fatiga del polvo pasajero,
tanto de lo que somos reposa irrecobrable entre su muerte
que así sobrevivimos
llevando cada uno una sombra del otro por los distantes cielos.
Alguna vez se acercarán,
Entonces, cuando estemos contigo para siempre,
Últimos como tú, como tú verdaderos.

Olga Orozco