lunes, 31 de mayo de 2021

El exceso más perfecto

Quisiera un poema de respiración tensa
y sin pudor.
Con la elegancia redonda de las mujeres barrocas
y el reverso todo del arbusto fino.
Un poema que Rubens envidiaría, al ver,
desde el fondo de tres siglos,
su cuerpo magnífico echado sobre un diván,
y reclinados los brazos desnudos,
sólo con pulseras tan (pero tan) preciosas,
y un angelito encima,
en su pequeño nicho hecho nube,
resguardándolo, dulce.
Un poema así quisiera.

Mucho más todo que las dignidades griegas de equilibrio.
Un poema hecho de excesos y dorados,
y todavía muy bello en su pujanza oscura y mística.
Ah, como quisiera yo un poema diferente
de la pureza del granito, y de la pureza del blanco,
y de la transparencia de las cosas transparentes.
Un poema exultando en la angustia,
un largo rododendro color de sangre.
Una alameda entera de rododendros por donde el viento,
al pasar, se detuviera deslumbrado
y en desvelo. Y allí se quedara, aprisionado en el cántico
de sus pulseras tan (pero tan)
preciosas.

Desnudo, de redondas formas, tal poema quisiera.
Una contrarreforma del silencio.

Música, música, música llenándole el cuerpo
y el cabello trenzado con flores y serpientes,
y una fuente de espanto polifónico
escurriéndosele por los dedos.
Reclinado en diván forrado de terciopelo,
su desnudez redonda y plena
haría empalidecer a grifos y sirenas.
Y a los pobres templos, de líneas tan contenidas y tan puras,
temblar de miedo solamente de la fulguración
de su mirar. Dorado.

Música, música, música y la explosión del color.
Espiando desde el fondo de tres siglos,
un Murillo callado, al ver que simples eran sus ángeles
junto a los ángeles desnudos de este poema,
cantando en conjunción con otros
astros de oro
salmodias de amor y de perfecto exceso.

Góngora empalidece, como los grifos,
ahora que lo contempla.
Esta contrarreforma del silencio.
Su mano alzada rumbo al cielo, cargada
de nada.

Ana Luísa Amaral

jueves, 20 de mayo de 2021

miércoles, 12 de mayo de 2021

TEMBLANDO ENTRE MI SANGRE

Todo fue necesario. Estoy de acuerdo
en vivir y morir. Nada se vuelve
atrás, nada se vuelve, ni nosotros;
y me queda tan poco de aquel tiempo,
cavó tanto el olvido en la memoria,
que apenas unas tardes amarillas,
ciertas piedras oscuras, mi tristeza,
el desvaído azul de un sueño niño,
he podido salvar de mi pasado.
Rostros que me borraron de los ojos
los lentos y sombríos pleamares,
y algunos pormenores de septiembre
junto con otras nubes que no digo,
por no tocar la herida todavía
viva de aquella edad maravillosa.
Edad en que lo mismo fue nacer
y ver el mar allí como esperando
el borbotón de vida que era uno
sobre la arena intacta de la orilla.
Por eso, si me pongo a recordarme,
oigo llorar a un niño silencioso
y un vuelo de gaviotas mañaneras,
cuando niño y gaviotas asistieron
al milagro inefable de la luz.
Y comprendo que nada ocurrió en vano
si un ala del recuerdo se me entra
de rondón en la vida alguna vez
por los callados túneles del alma
levantando un rumor de soledad,
hojas caídas, penas, días felices,
para marcharse luego como vino…
Por eso, si me pongo a recordarme,
oigo un lejano temporal de rosas
asolando los huertos de mi infancia.
Y aunque llore por todo lo que ha muerto,
comprendo que también fue necesario
que todo se perdiese, para un día
—distante de aquel tiempo irrepetible—
recogerlo temblando entre mi sangre.
Arturo Maccanti Rodríguez

lunes, 10 de mayo de 2021

Anochece en Alejandría 

Por Juan Forn


Las agencias de turismo egipcias desaconsejan al visitante ir a Alejandría: “No es de los sitios más importantes a la hora de conocer el país. Mejor usar esos días para conocer a fondo El Cairo y Luxor”. Quizá tengan razón: Alejandría es de esos lugares que siempre conocieron tiempos mejores. Tuvieron su famoso Faro y se derrumbó. Tuvieron su famosa Biblioteca y se quemó. Mal construida, mal planificada y mal drenada, fue conquistada y desechada por todos los poderosos de turno, estuvo a punto de ser ex ciudad muchas veces pero, aun así, siguió siendo el puente entre Europa y Oriente, el nexo entre el presente y el pasado. La desconfianza de Egipto a Alejandría se debe a que Alejandría siempre le dio la espalda y miró al Mediterráneo: se consideraba más hermana de Atenas, Roma y Constantinopla que de sus propios compatriotas. En su formidable Cuarteto de Alejandría, Lawrence Durrell dice que eso redundaba en una fiebre que padecían todos los que vivían en la ciudad: “Como la tierra a las plantas, la ciudad precipitaba en nosotros conflictos que eran de ella y que nosotros erróneamente creíamos que eran nuestros”. Los personajes de Durrell sólo entienden lo que les pasa cuando acuden a hablar con el Viejo Poeta de la ciudad, que parece haber vivido todas las épocas de Alejandría.

Ese Viejo Poeta existió en la realidad y hasta el día de hoy quedan rastros suyos: si se aventuran hasta el Hotel Le Metropol, en la Ciudad Vieja, si suben por sus viejas escalinatas apoyando la mano en la noble madera de su baranda, van a estar repitiendo el gesto que hizo todas las mañanas durante treinta años de su vida el Viejo Poeta, cuando el Hotel Le Metropol era el Ministerio de Obras Públicas de la ciudad. En las muchas oficinas de ese ministerio había un Departamento de Riego, en donde trabajaba media jornada Konstantinos Kavafis. Trabajaba media jornada para tener tiempo para escribir. El puesto en el Ministerio era ad honorem, pero con los rumores que oía en la oficina apostaba después en la Bolsa, y así se mantenía, y mantenía a su vieja madre, con quien cenaba puntualmente todas las tardes a la caída del sol. Después se retiraba, porque no vivía con ella: tenía su propio departamento en un segundo piso de la calle Lepsius, en el barrio canalla de la ciudad, sin teléfono ni luz eléctrica; el único amoblado eran almohadones y alfombras, y dos lámparas de petróleo sobre una larga mesa cubierta de libros.

Kavafis se fue a vivir solo a los veintinueve años. Hasta entonces había sido un niño mimado con pedagogos franceses, nodriza inglesa, cochero italiano y sirvientes egipcios en el palacete de su familia. Pero su padre gastó mucho y murió joven, el palacete se redujo a un piso del que Konstantinos vio partir a sus hermanos y hermanas a medida que se casaban, hasta que sólo quedaron él y su neurótica madre, Heracleia. El mismo año en que se fue a vivir solo publicó su primer poema, en una pequeña revista de Atenas. En los cuarenta años siguientes mantuvo ese ritmo de publicación, siempre en pequeñas revistas, de Atenas, Constantinopla, Leipzig y Alejandría. Con sólo quince poemas conocidos, sin publicar jamás un libro y sin que su nombre apareciera una sola vez en los diarios, empezó a correr la voz en el ancho mundo mediterráneo de que había un poeta como ningún otro, alguien que hablaba del pasado como si estuviera ocurriendo, que convertía Alejandría en Itaca y Babilonia y Bizancio a la vez, y que tenía el atrevimiento de hacerlo en griego demótico, el habla coloquial de toda la diáspora helénica. El estilo de Kavafis no tenía ni una gota de los amaneramientos, florituras y grandilocuencias de la poesía de la época: era prosaico y liviano, pero a la vez era certero y profundo; era hedonista y era estoico, era irónico sin ser nunca cruel, era pagano y era devoto, era tan atávico como Juliano, Ovidio o Herodoto, pero estaba vivito y coleando; incluso se lo podía ir a visitar cualquier noche a su piso de la calle Lepsius.

Desde que empezó a publicar hasta que murió su madre, Kavafis temió perder el trabajo, humillar a su familia e incluso ser desterrado de la ciudad por homosexual (“Las miserables leyes de esta sociedad han empequeñecido mi obra y maniatado mi expresión, a mí y a los que son como yo”, escribió en 1905). Refugiándose en el pasado pudo liberar su sexualidad y su sabiduría en una doble pirueta estilística: contaba sus episodios eróticos como historia antigua, y la historia antigua como si hubiese pasado hacía un rato nomás.

El piso de la calle Lepsius se convirtió pronto en lugar de peregrinación para jóvenes poetas griegos, judíos, turcos y europeos, que aparecían en silencio con la caída de la noche. Escritores como Penélope Delta, Nikos Kazantzakis, Giusseppe Ungaretti y Giorgos Seferis iban a rendir sus respetos. En 1916, E. M. Forster dijo: “Vale la pena el viaje a Alejandría sólo para conocerlo. Su voz viene de lejos, es el gran poeta del Mediterraneo”.

Con los admiradores llegaron también los envidiosos, que acusaban a Kavafis de historiador de pacotilla, de plagiador y remendón de textos antiguos, de carecer de todo lirismo y vuelo, a la vez que lo demonizaban por libertino y por pretender crear un mito de sí mismo (“Estuve en el piso de Kavafis y fue como entrar a una tienda de muebles usados. Ignoro si las piezas eran elegidas o heredadas, pero doy fe que representaban fielmente la naturaleza de segunda mano de su dueño”). Él, por su parte, se limitaba a decir, con la misma maravillosa voz con que hablaba en sus poemas: “¿Dónde estaría mejor? A tres cuadras tengo la oficina, donde me gano el pan. En el piso de abajo está el burdel, para las necesidades de la carne. En la esquina, la iglesia, donde perdonan los pecados. Y en la otra esquina el hospital, donde vamos a morir”.

Ezra Pound sostenía que Kavafis era en realidad un poeta del futuro. Auden dijo que, de no haber leído a Kavafis, hubiera escrito peor mucho de sus poemas o no los habría escrito en absoluto. Milosz, Montale, Cernuda y Brodsky lo admiraban. Fue parte cotidiana del paisaje de Alejandría hasta 1933: con su sombrero de paja, el infaltable cigarrillo en una mano y el komboloi de ámbar entre los dedos de la otra, mezcla de oficinista y aristócrata fundido, contemplando desde su terraza la caída del sol en el mar desde el principio de los tiempos.

 Un cáncer de laringe lo dejó sin voz en sus últimos tiempos y lo condenó a comunicarse con una libreta y un lápiz con sus visitantes. Según contó Giorgos Seferis años después, la última anotación que hizo el Viejo Poeta antes de morir fue un círculo con un punto en su centro, un signo que en la tradición de los correctores de imprenta significa fin de página, punto final.

miércoles, 5 de mayo de 2021

La balada del álamo Carolina 

De Haroldo Conti. 


 A mi madre, doña Petrolina Lombardi de Conti,

y a la ciudad de Chacabuco, mi pueblo.

Ciruelo de mi puerta, si no volviese yo,
la primavera siempre volverá.
Tú, florece.
(Anónimo japonés)


Uno piensa que los días de un árbol son todos iguales. Sobre todo si es un árbol viejo. No. Un día de un viejo árbol es un día del mundo.

Este álamo Carolina nació aquí mismo, exactamente, aunque el álamo Carolina, por lo que se sabe, viene mediante estaca y éste creció solo, asomó un día sobre esta tierra entre los pastos duros que la cubren como una pelambre, un pastito más, un miserable pastito expuesto a los vientos y al sol y a los bichos.

Y él creyó, por un tiempo, que no iba a ser más que eso hasta que un día notó que sobrepasaba los pastos y cuando el sol vino más fuerte y templó la tierra se hinchó por dentro y se puso rígido y sentía una gran atracción por las alturas, por trepar en dirección al cielo, y hasta sintió que había dentro de él como un camino, aunque todavía no supiese lo que era eso, lo supo recién al año siguiente cuando los pastos quedaron todavía más abajo y detrás de los pastos vio un alambrado y detrás del alambrado vio el camino, que es una especie de árbol recostado sobre la tierra con una rama aquí y otra allá, igual de secas y rugosas en el invierno y que florecen en las puntas para el verano, pues todas rematan en un mechoncito de árboles verdaderos.

Por ahí andan los hombres y el loco viento empujando nubes de polvo. También ya sabía para entonces lo que era una rama porque, después de las lluvias de agosto, sintió que su cuerpo se hinchaba en efecto aquí y allá y una parte de él se quedó ahí, no siguió más arriba, torció a un lado y creció sobre la tierra de costado igual que el camino.

Ahora es un viejo álamo Carolina porque han pasado doce veranos, por lo menos, si no lleva mal la cuenta. Ahora crece más despacio, casi no crece. En primavera echa las hojas en el mismo sitio que estuvieron el otro verano y por arriba brotan unas crestitas de un verde más encarnado que al caer el sol se encienden como por dentro, pero él ahora no pretende más que eso, esa dulce luz del verano que lo recubre como un velo. Y dentro de esa luz está él, el viejo álamo, todo recuerdo. De alguna manera ya estaba así hace doce veranos cuando asomó sobre la tierra y crecer no fue nada más que como pensarse. Sólo que ahora recuerda todo eso, se piensa para atrás, y no nace otro árbol. En eso consiste la vejez. Verde memoria.

Ahora es el comienzo del verano justamente y acaba de revestirse otra vez con todas sus hojas, de manera que como recién están echando el verde más fuerte (son como pequeños árboles cada una) por la tarde, cuando el sol declina y se mete entre las ramas el álamo se enciende como una lámpara verde, y entonces llegan los pájaros que se remueven bulliciosamente entre las hojas buscando dónde pasar la noche y es el momento en que el viejo álamo Carolina recuerda.

A propósito de la noche, los pájaros y el verano. Recuerda, por ejemplo, a propósito de los pájaros, el primero de ellos que se posó sobre la primera rama, que ha quedado allá abajo pero entonces era el punto más alto, ya casi no da hojas y es tan gruesa como un pequeño árbol. En aquel tiempo era su parte más viva y sintió el pájaro sobre su piel, un agitado montoncito de plumas. Descansó un rato y luego reemprendió el vuelo. Recién dos veranos después, cuando divisó la primera casa de un hombre y detrás de ella la relampagueante línea del ferrocarril, una montera armó un nido en la horqueta de la última rama. Cortó y anudó ramitas pacientemente y así el álamo se convirtió en una casa, supo lo que era ser una casa, el alma que tiene una casa, como antes supo del camino y del alma del camino, ese ancho árbol florecido de sueños. El nido se columpiaba al extremo de la rama y él, aunque gustaba del loco viento de la tarde, procuraba no agitarse mucho por ese lado, le dio todo el cobijo que pudo, echó para allí más hojas que otras veces.

Al final del verano los pichones saltaron del nido y los sintió desplazarse temblorosos sobre la rama con sus delgadas patitas, tomar impulso una y otra vez y por fin lanzarse y caer en el aire como una hoja. Un árbol en verano es casi un pájaro. Se recubre de crocantes plumas que agita con el viento y sube, con sólo desearlo, desde el fondo de la tierra hasta la punta más alta, salta de una rama a otra todo pajarito, ave de madera en su verde jaula de fronda.

Ese verano fue el mismo del ferrocarril. Antes viene la casa. No vio la casa por completo, ni siquiera cuando, años después, trepó mucho más alto, sino lo que ve ahora mismo desde el brote más empinado, un techo de chapas que se inflama con el sol y una chimenea blanca que al atardecer lanza un penacho de humo. A veces el viento trae algunas voces.

Con todo él ha llegado hasta la casa en alguna forma, a través de las hojas de otoño que arrastra el viento. Con sus viejos ojos amarillos ha visto la casa aun por dentro, ha visto al hombre, flaco y duro con la piel resquebrajada como la corteza de las primeras ramas, la mujer que huele a humo de madera, un par de chicos silenciosos con el pelo alborotado como los plumones de un pichón de montera.

Con sus viejas manos amarillas ha golpeado la puerta de tablas quebradas, ha acariciado las descascaradas paredes de adobe encalado, y mano y ojo y amarillas alas de otoño ha corrido delante de la escoba de maíz de Guinea y trepado nuevamente al cielo en el humo oloroso de una fogata que anuncia el frío, el tiempo dormido del árbol y la tierra.

El ferrocarril pasa por detrás de la casa pero hubo de trepar hasta el otro verano, cuando volvieron las hojas y los pájaros, para entrever el brillo furtivo de las vías cortando a trechos la tierra. Ya había sentido el ruido, ese oscuro tumulto que agitaba el suelo porque el árbol crecía tanto por arriba como por debajo. Por debajo era un árbol húmedo de largas y húmedas ramas nacaradas que penetraban en la tibia noche de la tierra.

Por ahí vivía y sentía el árbol principalmente, por ahí su día era un día del mundo, así de ancho y profundo, porque la tierra que palpitaba debajo de él le enviaba toda clase de señales, era un fresco cuerpo lleno de vida que respiraba dulcemente bajo las hojas y el pasto y sostenía cuanto hay en este mundo, incluso a otros árboles con los cuales el viejo álamo Carolina se comunicaba a través de aquel húmedo corazón.

Al este, por donde nace el sol, había un bosque. Lo divisó una mañana con sus ojos verdes más altos y todas sus hojas temblaron con un brillo de escamas. Era un árbol más grande, el más grande y formidable de todos. Al caer la tarde, con el sol cruzado barriendo oblicuamente los pastos que parecían mansas llamitas, los árboles aquellos ardieron como un gran fuego. Por la noche, el álamo apuntó una de sus delgadas ramas subterráneas en aquella dirección y recibió la respuesta. No era un árbol más grande, era un bosque, es decir, un montón de ellos, tierra emplumada, alta y rumorosa hermandad.

¿Por qué no estaba él allí? ¿Por qué había nacido solitario? ¿Acaso él no era como un resumen del bosque, cada rama un árbol? Todas estas preguntas le respondió el bosque, sus hermanos, noche a noche. Esta y muchas otras porque a medida que se ponía viejo, en medio de aquella soledad, se llenaba de tantas preguntas como de pájaros a la tardecita. Los árboles no duermen propiamente, se adormecen, sobre todo en invierno cuando las altas estrellas se deslizan por sus ramas peladas como frías gotas de rocío. Es entonces cuando sienten con más fuerza todas aquellas voces y señales de la tierra.

Los animales de la noche salen de sus madrigueras y roen la oscuridad, un pájaro desvelado vuela hacia la luz de una casa, un bulto negro trota por el camino, los grillos vibran entre los pastos como cuerdas de cristal, un perro aúlla en la lejanía, el hombre se da vuelta en la cama y piensa cuántas fanegas dará el cuadro de trigo.

En este mismo momento, en esta noche tan quieta, la semilla está trabajando ahí abajo, el árbol la siente germinar, siente su pequeño esfuerzo, cómo se hincha y se despliega y recorre, pulgada por pulgada, el mismo camino que ha trazado el deseo del hombre, que ha vuelto a dormirse y sueña con una suave marea de espigas amarillas.

Y fue por ahí, por la tierra, que el árbol tuvo noticias del ferrocarril cuando un día sintió ese tumulto que subió por sus raíces. Tiempo después, luego de divisar la morada del hombre, vio por fin aquella alocada y ruidosa casa que con chimenea y todo corría sobre la tierra, y supo por ella que además de los pájaros gran parte de cuanto vive se mueve de un lado a otro y el viejo álamo, que entonces no era tan viejo pero sí árbol completo, sintió por primera vez el dolor de su fijeza.

Él sólo podía ir hacia arriba trazando un corto camino en el cielo y al comienzo del otoño volar en figura según el viento en la trama de sus hojas. En cierto momento, después de la casa, el tren se transportaba entre sus ramas y a veces el penacho de humo llegaba hasta el mismo álamo. Esto dependía del viento, del cual, por instrucción de los pájaros, el viejo álamo había aprendido a extraer otros muchos sucesos. Según soplase, él agitaba sus hojas como verdes plumas y simulaba temblorosos vuelos.

El viento subía y bajaba en frescas turbonadas por dentro de aquella jaula vegetal provocando, de acuerdo a la disposición del follaje, murmullos y silbidos que complacían al árbol músico.

Todo esto se aprende con los años, un verano tras otro, y luego para el árbol son materia de recuerdo en el invierno. El invierno comienza para él con la caída de la primera hoja. Un poco antes nota que se le adormecen las ramas más viejas y después el sueño avanza hacia adentro aunque nunca llega al corazón del árbol. En eso siente un tironcito y la primera hoja planea sobre el suelo. Así empieza.

Después cae el resto y el viento las revuelve, las dispersa, corren y se entremezclan con las hojas de otros árboles, cuando el viejo álamo Carolina ya se ha adormecido y piensa quietamente en el luminoso verano que, de algún modo, ya está en camino a través de la tierra, por el tibio surco de su savia. La lluvia oscurece sus ramas y la escarcha las abrillanta como si fuesen de almendra. Algunas se quiebran con los vientos y el árbol se despabila por un momento, siente en todo su cuerpo esa pequeña muerte aunque él todavía se sostiene, sabe que perdurará otros veranos.

Hasta que allá por septiembre memoria y suceso se juntan en el tiempo y un dulce cosquilleo sube desde la oscuridad de la tierra, reanima su piel, desentumece las ramas y el viejo álamo Carolina se brota nuevamente de verdes ampollas. El aire ahora es más tibio y el hombre, al que observa desde el brote más alto, recorre el campo y espía las crestitas verdes que acaban de aparecer sobre la tierra.

Para mediados de octubre el viejo álamo está otra vez recubierto de firmes y oscuras hojas que brillan con el sol cuando la brisa las agita a la caída de la tarde. El sol para este tiempo es más firme y proyecta sobre el suelo la enorme sombra del árbol.

Fue en este verano, cuando el sol estaba bien alto y la sombra era más negra, que el hombre se acercó por fin hasta el árbol. Él lo vio venir a través del campo, negro y preciso sobre el caballo sudoroso. El hombre bajó del caballo y penetró en la sombra. Se quitó el sombrero cubierto de tierra, después de mirar hacia arriba y aspirar el fresco que se descolgaba de las ramas, y se quitó el sudor de la frente con la manga de la camisa.

Después el hombre, que parecía tan viejo como el viejo álamo Carolina, se sentó al pie del árbol y se recostó contra el tronco.

Al rato el hombre se durmió y soñó que era un árbol.