lunes, 27 de diciembre de 2021

 LA CASA DE TU INFANCIA

Por Sebastián Basualdo

“Todo ha desaparecido.

Todo.

Imagínese. Todo desaparecido.”

Wolfgang Borchert

No, señora, no tengo intención de venderle nada ––dije y de manera instintiva di dos pasos atrás como si quisiera abarcar con la mirada algo más que la puerta de entrada de la casa. Evidentemente todavía le tengo respeto, pensé. Porque yo había vuelto a esa casa, o mejor dicho, me había parado frente a la puerta de aquella casa y había tocado el timbre sabiendo que sería ella, la mujer, la vieja deleznable quien me miraría a los ojos sin reconocerme, sin imaginar que alguien como yo sería capaz de volver después de tantos años. En un tono conciliatorio, despojado de rencor, incluso de ironía, debí decirle apenas me miró que yo viví hasta el año ochenta y dos en esa casa. ¿Quedaría alguien de aquella época? (tantas veces ensayadas mis palabras). Al lado vivían Marta y su esposo. Escuchaban chamamé a todo volumen los domingos por la mañana y tenían un perro, una hermosa cruza de caniche con foxterrier, gris y con barba blanca y un pequeño jopo. Copete le llamábamos. Era muy arisco. Los dueños cruzaban una madera y dejaban la puerta entreabierta durante el día. Copete saltaba y tiraba el tarascón cuando alguien pasaba caminando. Patricio y yo volvíamos loco a ese perro. (La vieja y el estupor en sus ojos como quien reconoce de pronto una amenaza en el aire). No me va a decir que nunca vio a dos chicos jugando en este pasillo las veces que vino a hablar con mi abuela. Patricio y yo teníamos la misma edad. Supongo que como los dos éramos hijos de padres separados fue eso lo que forjó un lazo que pensábamos eterno. Los sábados después del almuerzo nuestros padres venían a buscarnos para llevarnos a pasear. Esperábamos sentados en este mismo escalón. Casi siempre era Patricio el que se iba primero. Nos vestíamos como para ir a un cumpleaños y hablábamos de lo que íbamos a hacer durante la tarde. ¿Una obra de teatro por Corrientes? Tal vez el Italpark o al Cine Los Ángeles. Al otro día nos mostrábamos los juguetes nuevos. Muchas veces no venían a buscarnos. Nuestros padres eran promesas que se alimentaban de nuestra ansiedad, una mezcla de imaginación y deseo, como una caricia imposible de pedir. Por extraño que parezca hubo sábados en que parecían haberse puesto de acuerdo para no venir a buscarnos. A nuestra manera infantil, nos reíamos de que se hubieran olvidado de nosotros y nos cambiábamos de ropa para ir a la selva mágica. Me refiero al baldío. Saltábamos desde la tapia de mi casa, de la suya quiero decir, y pasábamos toda la tarde recolectando cosas entre las plantas y los yuyos hasta que caía la noche y el aroma de la tierra nos despertaba el hambre. Algunas cosas que encontrábamos no tenían mucha utilidad. ¿Para qué sirve un sólo zapato de mujer? Nos divertíamos mucho. Era fascinante el gesto de Patricio cuando descubría una cartera o un par de anteojos rotos entre la maleza. En la selva mágica uno encontraba todo tipo de cosas maravillosas. Yo le regalaba todo a mi Yaya, no quería nada para mí. Me refiero a mi abuela, Susana se llamaba. Usted debiera recordarla, aunque no creo que la haya conocido verdaderamente. Mi abuela había decidido que la llamaría Yaya mucho antes de que yo naciera, cuando ni siquiera podía imaginar ni prever ni mucho menos sospechar que tendría un nieto, un gurí, como decía ella: mijito. Yaya me contó que había escuchado esa palabra en la época en que trabajaba como empleada doméstica para una familia muy rica en Montevideo: los Caorsi. Cada vez que yo tenía alguna preferencia pretenciosa, ya fuera con la comida, lo ropa o lo que fuera, ella me decía: “¿Quién se creé que es usted, mijo, Caorsi?”. Ignoro qué sentido le daba yo a esa palabra en aquel momento y tampoco tiene demasiada importancia. Ahora sé que hubo otra razón para que ella quisiera despojarse de la palabra abuela ni bien se hizo inminente mi nacimiento. Se sentía muy joven, y de hecho lo era, para convertirse en el modelo de abuela que debía tener en mente. Imagínese que aún no había cumplido los cuarenta años cuando mi madre me trajo al mundo. Yaya era fuerte y decidida, tenía convicciones. La mujer con más agallas que yo conocí en mi vida. De otro modo no hubiera podido hacer lo que hizo. Por supuesto, usted no sabe nada de mi historia familiar. ¿Alguna vez escuchó hablar de los Tupamaros? Pero debió darse cuenta de su temperamento las veces que discutieron. ¿O no? A veces pienso que hay personas que se construyen una imagen propia del otro, le despojan sus verdaderas intenciones y pretenden verlo comportarse tal cual como ellos lo imaginaron para luego hacer un uso despótico de la decepción. ¿Cuántas veces habrá discutido con mi abuela? Yo tengo el recuerdo de la última, sólo que entonces nosotros estábamos de ese lado y usted tenía muchos papeles en la mano. En esa época, usted debía tener la edad mi madre. Siempre venía con papeles para mostrar. Seguramente no notó mi nerviosismo aferrado a la pollera larga de mi abuela. Quizá le parezca extraño o que miento, pero la verdad es que nunca supe qué fue lo que sucedió. Sobre la casa, quiero decir. Ella hablaba de un arreglo que tenían ustedes dos, un arreglo de palabra. Supongo que nunca pensó que usted llegaría a hacer lo que hizo. Me refiero al desalojo. Ya no tiene importancia; pero aquella noche sí que la tuvo, algo se quebró mientras las mujeres lloraban. Los niños entienden todo, señora, no necesitan explicaciones. La vieja habría soltado de manera impulsiva lo que tenía dentro y yo le habría respondido que No, por supuesto que no vine para hacerle ningún tipo de reclamo. La verdad es que estoy acá por otro motivo. Escúcheme, por favor. Si después de que se lo explique, usted no accede, yo me voy como llegué. Señora… No recuerdo su nombre. Carmen, sí. Mi nombre es Sebastián, ¿no sé lo dije? Bueno, Carmen, necesito entrar en su casa, más específicamente necesito ir a la terraza. Una mañana, dejé algo ahí, en un lugar secreto, una especie de escondite que solamente yo conocía. ¿Usted también piensa que son solamente los niños los que verdaderamente conocen una casa? ¿Será porque están todo el tiempo jugando al ras del suelo? La cuestión es que hace más de treinta años escondí algo para mí en esa terraza. Y cuando digo para mí me refiero exactamente a eso, que escondí algo para el hombre que soy ahora, Carmen. Le prometí a ese niño que un día como hoy vendría a buscar lo que escondió. Pasé todos estos años esperando. ¿Por qué un día como hoy? Es doce de septiembre, pero lo que no sabe, y no tiene por qué saber, es que hoy cumplo años. Realmente necesito ir a la terraza, señora, subir al pequeño techo donde aún debería estar el tanque de agua y buscar eso que una mañana de sábado escondí en mi lugar secreto. ¿Los vecinos del fondo todavía tienen la higuera? El baldío de al lado no está más, ya me di cuenta. ¿Que cómo puede saber usted que no le estoy mintiendo? Carmen, no tengo manera de probárselo. No queda nadie de mi familia, todos están muertos. Podría describirle cómo era la casa en aquellos años. Soy capaz de dibujarla en el agua, en serio, no se ría. O sí, ríase, mejor. Mire, Carmen, detrás de usted hay un pasillo y al final una puerta que da a un patio de baldosas ajedrezadas. Antes de que termine el pasillo, a la izquierda, hay una especie de arcada con marcos de madera labrada por donde se entra al living, ahí teníamos las mesa y las sillas, un mueble estilo bargueño y un sillón de dos cuerpos tapizado en pana roja, justo debajo de la ventana por la que se podía ver el patio. Había una puerta en el living que conectaba con la habitación y estaba clausurada porque del otro lado había un placard con cerrojos de bronce. A mí me daba miedo ese placard porque en el lugar donde se colgaban los abrigos, debajo, sentada siempre en la oscuridad, estaba Rosaura, una muñeca que había sido de mi madre y por entonces ya estaba prácticamente calva y tenía la mirada fija debajo de sus párpados sueltos. Mi abuela decía que la muñeca hablaba y podía caminar. Una sola vez escuché a mi mamá y a Yaya hablar de Rosaura. Y esa noche entendí todo. En realidad, hablaban de usted. A los nueve años uno sabe muy bien lo que es un secreto y es fácil simular un sueño repentino en el sillón mientras las mujeres conversan y toman vino. Decime si esa muñeca, mija, no se parece a Carmen de vieja. Risas. Algo parecido al desahogo que nace de la desesperación. Un vaso de pronto cae al piso y estalla un llanto. De la risa al llanto, así de simple. Y en el medio, unos vidrios rotos. El silencio que precipita la caída libre de una voz. Mi madre, pregunta: ¿Dónde vamos a vivir? Cuando un niño experimenta lo que hay detrás de la lástima, ya es un hombre. Aunque sólo tenga nueve años. Al otro día, muy temprano, mientras mi abuela y mi madre dormían, abrí el placard, metí a Rosaura bajo amenazas dentro de una bolsa y fui al pequeño galponcito de chapa que teníamos en la terraza. Busqué la caja de herramientas de mi abuela y saqué un martillo. Esa mañana me convertí en un criminal. Recuerdo que después trepé por la cornisa y alcancé el techo donde estaba el tanque de agua. Me arrodillé y comencé a tantear hasta tocar la pequeña caja de luz que estaba escondida entre los caños y la vegetación que nacía de las baldosas ¿Alguna vez usted asesinó un juguete? Todo lo que muere dentro de uno en ese acto es lo que cuenta. Porque esa mañana levanté el martillo hasta la altura de una edad que aún no tenía y caí con todo el peso encima de Rosaura, no una ni tres, muchas más, las suficientes como para saber, por primera vez, de qué está hecho el arrepentimiento.


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