Hace 35 años moría Manuel Puig en México
Por Mario Gooboff
Se cumplen 35 años del fallecimiento de Manuel Puig, el escritor que modificó, talentosamente, después de Roberto Arlt y de Julio Cortázar, el habla en la literatura argentina, incorporándole la de las capas medias rurales, sus deseos y frustraciones antes del advenimiento del peronismo.
Para evitar la manida cuestión de las influencias, de las que la literatura es tan beneficiaria, creo que, en un caso como el de Manuel Puig, debería hablarse de comportamientos, de modalidades de su escritura, y de adhesiones naturales que la misma fue buscando. Más entonces que como “herencias”, con el sentido borgiano de “creación de sus precursores".
Entre éstos, Julio Cortázar declaraba en 1963: "Es muy fácil advertir que cada vez escribo menos bien y ésa es precisamente mi manera de buscar un estilo. Algunos críticos han hablado de regresión lamentable, porque naturalmente el proceso tradicional es ir del escribir mal al escribir bien. Pero a mí me parece que entre nosotros el estilo es también un problema ético, una cuestión de decencia”.
Antes, Roberto Arlt había vertido copiosas declaraciones contra el engolamiento verbal de ciertos literatos y, en frases que ocupan desde sus “Aguafuertes” a las preliminares “Palabras del autor” de Los lanzallamas, reivindicado un “escribir mal”, como un mal necesario frente a los bienes económicos, sociales, culturales y, en representación de todos ellos, lingüísticos, gramaticales, sintácticos, de un sistema que consideraba oprobioso y opresor.
El conflicto se entronca con uno de los dilemas de la cultura occidental; es, en última instancia el de un así caracterizado enfrentamiento entre dos culturas: la de las élites, identificada por la escritura; la popular, identificada por la tradición oral.
Si algo, justamente, no se le puede reprochar a Puig en este terreno, es haber cedido a ingenuidades como la de creer que podían transcribirse, en un texto de ficción, las hablas del pueblo. O la de creer que el pueblo (nunca se sabe por qué divino don) habla lenguajes puros o incontaminados.
Muy por el contrario, la suya es una construcción literaria que, como tal, escapa a la mentada naturalidad de las hablas y, por ende, a su popularidad, a su pretendido “progresismo”. Porque lo que Puig imita o transcribe (simula transcribir) no son hablas vírgenes (si es que alguna vez las hubo) sino los remedos que las clases populares, en virtud de un largo trabajo de deformación dirigida y querida, hacen de lenguajes ya fuertemente manipulados por otros textos, por la utilización de esos textos en los medios, etc.: el cine norteamericano, las revistas femeninas como eran Damas y Damitas, Maribel, Para Ti, los tangos y boleros.
Para que la literatura de Manuel Puig ofrezca la impresión de reflejar fielmente los procesos del habla argentina parecen necesarias numerosas operaciones de traducción. En primer lugar, naturalmente, de la voz a la escritura, y luego, en lo escrito, de aquello que se cree que es, o se presume que debe de ser el habla cotidiana de determinado medio, de determinado ambiente, a lo que verosímilmente se acepta como tal. Por último (si es verdad que cada escritor crea su propio lenguaje), se traduciría desde esa generalidad aceptada a una generalidad urdida, compuesta, elaborada por el narrador, de acuerdo no solo con sus modos de captar o percibir una lengua sino también con su modo particular de escribirla, con las necesidades de su ritmo, con los motivos y con los objetivos conscientes e inconscientes de su obrar.
Puig coloca, así, su textualidad en un grado más alto que el de esos materiales y, mediante operaciones de enmascaramiento y de distanciamiento, obtiene en sus textos la ilusión mimética que se le reconoce. Puesto que él es, por, sobre todo, un gran imitador (de gestos, de poses, de actitudes, de ideas y, sobre todo, de lenguajes).
A diferencia de Roberto Arlt, quien vivió su infancia y su primera juventud en un hogar impregnado de lenguas extranjeras, y donde se hablaba un dificultoso español, y a diferencia de Julio Cortázar, quien habló antes el francés que el español, y se formó en (por lo menos) esas dos lenguas simultáneamente, la impresión en Puig de la lengua extranjera que más actuará en él, el inglés, parece no venir del ámbito familiar; no ser, en todo caso, “familiar”, sino del medio y de los medios. Las marcas, pues, de lenguas extranjeras (salvo, quizás, la italiana) han sido ya pasadas por otras escrituras y por otros discursos. Puig los somete a procesos de traducción y de adaptación.
LENGUAJE FAMILIAR, ORALIDAD FEMENINA
En Puig hay traducción, pero con un procedimiento particular: es como si, a la inversa del proceso normal, él hiciera ir la lengua de llegada a la de partida. Sus historias se rigen por modelos, clichés, lexías, y se adaptan a ellos, tratan de ser vividas de acuerdo a esos cánones. Esa asunción, esa aparente sumisión a códigos no pertenecientes estrictamente a la “serie literaria”, conduce a que haya en él menos huellas literarias ajenas, jerarquizadas, cultas.
Tanto en Arlt como en Cortázar, la mención de autores y de libros es expresa, y establecen cadenas sintagmáticas desde el principio: Ponson du Terrail o Baudelaire, en el primero; la mitología griega, la lectura de autores franceses o ingleses en el segundo. En Puig, las menciones se desplazan a otros campos y, cuando los libros aparecen, se muestra muy distanciado de ellos, ya sea mediante el procedimiento narrativo, ya por las declaraciones en las que habitualmente sostiene no leer, no haber leído.
Por otra parte, las demás prácticas estéticas apenas si se mencionan en Arlt. Están, claro, presentes: ciertos parámetros del expresionismo, especialmente los del cine; el mismo cine norteamericano; Luigi Pirandello y los modos de teatralización a los que toda la obra de Arlt tiende. En Cortázar, las otras prácticas están muy presentes, particularmente la música y la pintura, y los modos de actuación y de representación a través de los medios, la radio, por ejemplo. Pero no puede negarse que, en ambos, la “serie” más próxima es la de la literatura misma. En Puig, se sabe, son otros sistemas semióticos los que, en cambio, forman parte constitutiva de la obra; sin ellos, sin sus lenguajes, no se podría concebir aquélla.
Arlt tiene conciencia de que en el habla cotidiana existen niveles de lenguaje diversos: el de la “sutilidad mercurial”, para dirigirse a gentes acomodadas; el de los “reos”, para ciertos personajes y gentes de mal vivir. Maneja el lenguaje de la calle, y lo hace entrar, como provocación, en el ámbito familiar o en las casas “finas”. Cortázar parte de un lenguaje culto, en el que se ha nutrido, pero, con gesto literario de raíz borgiana, hace hablar a cada personaje según su función. Cortázar se acerca a un universo ajeno, se interesa por él, y trata de acortar distancias ideológicas, políticas, estéticas, lingüísticas.
El surgimiento del lenguaje del cual se sirve Puig es interior, familiar; viene desde la intimidad, y hasta llega a actuar en niveles distintos simultáneamente, con autocensuras, con cosas que se piensan pero no se dicen, que se dicen pero no se escriben, que se escriben pero no deben leerse.
En consonancia con ello, y tal vez como un resultado natural del origen familiar de la oralidad reescrita por Puig, y de la novela familiar escrita por Puig, se destaca, frente a Arlt y a Cortázar, el acento infinitamente mayor, más interior, más íntimo, puesto sobre la oralidad femenina, la mejor captación de los modos de decir y, por ende, de sentir, de la mujer.
Esta impresión de intimidad no viene dada solamente por los llamados contenidos, por lo que los personajes dicen de personal, de privado, sino por los procedimientos utilizados para hacerlos narrar: esos distintos personajes narradores hablan para sí mismos, y hasta escriben para sí mismos, en una circularidad que, por lo general, parece perfecta, creando la ilusión de que emisores y receptores son las mismas personas. El uso de frases nominales, de diminutivos, de reflexivos y de posesivos, y las reiteraciones, refuerzan tal impresión.
Y las reiteraciones... ¿Se juntan, en este campo, otros hilos que estaban dispersos? ¿Qué es, aquí, reiterar, sino imitar lo que estaba consignado, inscripto antes? ¿Y qué es hacerlo aún en los más mínimos segmentos vocálicos?
Habida cuenta del carácter prácticamente programático de los nombres propios en los textos de ficción, y del carácter fundamental, identificatorio, genético, que ellos tienen en ciertos materiales previos de Puig, así como del asentamiento ideológico que el nombre propio supone, asombra su particular onomástica, ya que llama la atención esa insistencia en segmentos vocálicos como ta y to (en una constelación de etos e itas e itos: Rita, Mita, Paquita, boquitas pintadas, Berto, Héctor, Cobito). Ciertos nombres, como el tan importante de Toto (que, en sí, ya duplica la recurrencia) fueron seleccionados y decididos por Puig después de algunas redacciones de La traición...Infantiliza ese lenguaje, lo vuelve naif. Y lo socializa, porque es cierto que no hay canto sin oído, no hay palabra sin receptor y, acaso, sin interlocutor. Hablar, por eso, es mucho más que trasladar sentidos o que comunicar mensajes; es, a la vez que dar testimonio de mi presencia y de la existencia del otro, darle lugar; darle, también, voz.
Manuel Puig pone palabras, exclusivamente palabras, al dolor de sus personajes, pero no las palabras nacidas en ellos sino las que en sus cerebros han impuesto los medios, haciéndoles creer que son de ellos. Y nos muestra algo que en otros tiempos habríamos llamado “alienación”, es decir, hasta qué punto esas hablas, y los seres que por ellas se hablan, no se pertenecen.