Traducirnos - por Andrés Neuman
Amor y
traducción se parecen en su gramática. Querer a alguien implica transformar sus
palabras en las propias. Esforzarnos en entender a la otra persona e,
inevitablemente, malinterpretarla. Construir un precario lenguaje en común. Para
traducir un texto hace falta desearlo. Codiciar su sentido. Cierta necesidad de
poseer su voz. El amante se mira en la persona amada buscando semejanzas en las
diferencias. Quien traduce se acerca a una presencia extraña en cuya identidad,
de alguna forma, se ha reconocido. Traductores y
amantes desarrollan una susceptibilidad casi maníaca. Dudan de cada palabra,
cada gesto, cada insinuación que surge enfrente. Sospechan celosamente de cuanto
escuchan: ¿qué habrá querido decirme en realidad? En ese diálogo que alterna
rutina y fascinación, conocimiento previo y aprendizaje en marcha, ambas partes
terminan modificadas. Amando y traduciendo, la intención del otro se topa con el
límite de mi experiencia. Para que esto funcione, tendremos que admitir los
obstáculos: no vamos a poder leernos literalmente. Voy a manipularte con mi
mejor voluntad. Lo que no se negocia es la emoción.
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