sábado, 8 de febrero de 2020

Poema de Alejandro Crotto 

Simone Weil

Oculto y misterioso es el camino de la gracia.
Esa fuerza que fija los colores en las flores
y deshace la fruta hasta el carozo, la semilla
que muere para abrirse... Pan, recibí pan, no piedras.
En su lenta marea no vinieron escorpiones
sino peces. Y peces y más peces y más peces.

Porque esto quiso su ávida bondad: marcarme suya.

Y lo hizo emboscándose un verano de mi infancia
en los fresnos, filtrándose en el viento de las hojas,
susurrando su música imposible y verdadera
en mis pobres oídos, seduciéndome, tendiéndome
la trampa en que quería que cayera. Y yo caí
en las manos temibles del Dios vivo, en sus llagadas
manos. Caí sin entender cómo caía y dónde,
qué decía eso en mí que repetía “quiero, quiero”.
Yo era la mariposa cuando siente el alfiler,
y mi sí repetido el aleteo de escaparme
pero el acero de su amor me atravesaba toda.

Y después de quemarme en lo más hondo se alejó
dejándome la marca de una sed inconsolable
para que yo a mi vez hacia su amor atravesara
el mundo. Toda la distancia desgarrada. Y siempre
como fondo la oscura vibración de esa secreta
herida. Así los días luminosos con mi hermano,
la poesía, la música, los números. Así
la pubertad, los libros y los otros, el liceo,
mi creciente tesoro: la atención. Así también
mis alumnas, la guerra y la pobreza, el sindicato,
las horas implacables de la fábrica, mis lágrimas
de mirar fijamente, sola, en vela, tantas veces
la pared frente a mí como quien mira una extensión
absurda, atenazada por la nieve. Y en la nieve
unas gotas de sangre que después fructificaron.

Me acuerdo por ejemplo de esa noche en un pueblito
de pescadores cerca de Lisboa; celebraban
su fiesta patronal: unas mujeres con antorchas
cantaban caminando en procesión junto a los botes
una canción tristísima y valiente, acompasada
por el ruido apagado de las olas en la orilla.
Y comprendí que todos –yo entre ellos– los que fueran
esclavos no podrían evitar precipitarse
como las pobres mariposas de la noche al fuego
en el Dios de los brazos extendidos en la cruz.

O también en Asís, años más tarde, esa mañana
en la que ya hace varios meses todo me era plano,
con esa irrealidad, esa tristeza que es el signo
de su falta. Y entré en Santa María de los Ángeles
y pensé en san Francisco, il poverello, que sin duda
había orado ahí cientos de veces; y de pronto
algo en mí, pero más fuerte que yo, me hizo ponerme
de rodillas (yo nunca antes me había arrodillado)
y repetir: “Son tres las oraciones para el hombre:
Señor, tensá mi vida, que si no me pudriré.
Señor, no demasiado, que si no me romperé.
Señor, tensá por compasión mi vida aunque me rompa”.

Señor, tensá por compasión mi vida aunque me rompa.

Y pasé en la Abadía de Solesmes la última Pascua
siguiendo los oficios, sumergida en la dulcísima
fusión de las palabras y la música del canto
gregoriano. Un silencio aún más hondo que la música
se abría al apagarse el coro, y refulgía en él
una alegría que también era dolor y hacía
que yo amara a través de mi desdicha. Esa pasión
me acompañó durante tres semanas. Y después
–no sé cómo decirlo– hace unas noches yo sufría
uno de mis dolores de cabeza y empecé
a recitar muy lentamente ese poema, Love,
de Herbert, concentrando mi atención en su ternura.
Y cuando vi desnuda mi miseria, y que no importa,
que al Amor no le importa, que Él insiste en mendigar
que nosotros, criaturas, lo aceptemos, vino Cristo.


Sentí el dulce aguijón de su presencia: un beso
al centro de mi marca ardida, un no querer
dejar de ser herida y curada –no había
diferencia. Una brasa de oscura transparencia
durando en su ternura estremecida, un íntimo
temblor que engendra vida: no saber que trasciende
toda ciencia. Sentí, y es para siempre, el roce
pleno que me entreabrió mezclando risa y llanto.
Probé su extensión íntima, infinita. Y me tiene
cautiva su amor bueno, su ternura que quema,
dulce, tanto. Y me tiene su música. Y me invita.


Ahora entiendo
que soy como una planta
que debe decidir si colocarse o no a la luz del sol.

Y que el mayor peligro para el alma
no es dudar de si existe el agua o no,
sino dejarse persuadir de que no tiene sed.

Y esforzarse en ser bueno es tan inútil
como tratar de levantarse tirándose del pelo para arriba.

Porque la voluntad no opera en el alma ningún bien.

Y sólo en la alegría y el placer puede dar frutos el deseo.

Ahora entiendo: vinimos a este mundo
dados vuelta, invertidos.

Y convertirse es descubrir
que, bien mirado, el bien resulta irresistible.

El bien es eso que da más realidad a los seres y las cosas.


Clarea. El aire frío se abre en luz. Todo está quieto,
todo espera obediente en esta nueva primavera.
Y yo soy como Ulises que despierta en un lugar
desconocido con el alma rota de nostalgia
por Ítaca y entonces cuando al fin limpian las lágrimas
sus ojos se da cuenta alborozado que esa tierra
es Ítaca. La costa reconoce, los olivos.
Lo recorre de golpe la alegría de saber
que ya llegó, que sin saber bien cómo, está en su casa.

Estoy en casa, ahora. Es una casa real, dura,
rugosa. Y también hecha de esta luz pura del alba.
Una patria hermosísima y difícil que debemos
amar. Porque está a cada instante siendo redimida.
Estoy en casa. Ahora debo ser una herramienta.
Debo enraizarme toda en la obediencia del vacío.
Dar lugar. Mantener la orientación de la mirada.

Sea mi vida el sarmiento en que la Vida resplandece,
dando sus blancas flores delicadas y la carne
dulce, veteada como un iris, de las uvas, dando,
al que pruebe, la fuerza incomparable de este vino.

Y que me sepa abrir en la madera de ese árbol
terrible que parece no dar frutos cuando llegue
mi corona de espinas. Por su gracia. Pocos cuerpos
acaban lo que todos los espíritus empiezan. 


(De Once personas, Buenos Aires, Bajo la Luna, 2015)

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