domingo, 2 de noviembre de 2025

 Había una vez un pájaro 

Por Juan Forn 

Tom Jobim fue a visitar al maestro Vilalobos. El maestro estaba en su estudio, escribiendo sobre la tapa del piano, mientras en el resto de la casa había un griterío imposible. Jobim le preguntó cómo podía trabajar así. Vilalobos contestó: “El oído de afuera no tiene nada que ver con el oído de adentro”. Clarice Lispector tenía el oído de adentro tan permanentemente prendido, que parecía estar siempre en otra. Es tristemente célebre que un día de 1967 se durmió con un cigarrillo prendido y se prendió fuego y se salvó de milagro. Igual de famoso es su terrible mito de origen. “Mi madre estaba enferma, y por una superstición muy difundida se creía que tener un hijo curaba a una mujer de su enfermedad.” La enfermedad era sífilis y se la habían contagiado los soldados rusos que la violaron, en Ucrania, durante los desmanes posteriores a la guerra civil bolchevique. Lispector fue concebida deliberadamente para eso: para curar a su madre. Ya estaban huyendo a América. “Pararon en una aldea llamada Tchechelnik para que yo naciera y siguieron viaje.” El plan era llegar a Brasil. Llegaron a Recife y muy pronto se hizo evidente que la madre no se había curado. Moriría cuando Clarice tenía nueve años. “Siento hasta el día de hoy esa culpa: me hicieron para una misión determinada y fallé. Sé que mis padres me perdonaron por haber nacido en vano. Pero yo no me perdono.”

Difícil toparse en la vida o en los libros con una persona tan enamorada a la vez de la vida y de la muerte como Clarice Lispector –salvo quizás Isaac Bashevis Singer, pero la gracia incandescente de Lispector es que sea mujer, además de judía ucraniana brasileña–. Si me conceden una breve incursión por la autopista de las generalizaciones, nadie entiende mejor el precio de la vida, en todos sus sentidos, que un judío. Y nadie entiende mejor la paga de la vida que un brasileño. Si esas dos naturalezas convergen en alguien, y no se neutralizan, se potencian de manera inconcebible. Uno de sus traductores, Gregory Rabassa, dijo una vez: “Si Kafka fuera mujer y brasileña, si Marlene Dietrich escribiera...” Yo lo diría así: no hay nada más glorioso que una mujer loca de amor por la vida, y nada más pavoroso que una loca de amor por la muerte. Lispector era las dos. Reaccionaba con todo su cuerpo a cada primavera (“Siento un perfume de polen en el aire. Tal vez sea mi propio polen”), era capaz de salir a la calle un día de sol después de una gripe y no poder contenerse de decir, a quien quisiera escucharla: “Qué lindo es estar con los demás”. Y a la vez escribir: “Después de morir no se va al paraíso: el paraíso es morir. Lo que llamo muerte me atrae tanto que sólo puede calificarse de valeroso el modo en que, por solidaridad con los otros, me aferro a lo que llamo vida y, a pesar de la intensa curiosidad, espero”.

Me faltó contar que el padre de Clarice también murió cuando ella y sus hermanas eran adolescentes. Ya vivían en Río para entonces. Clarice se las rebuscó para estudiar derecho, mientras trabajaba de secretaria y después de periodista, a los 22 se casó con un diplomático y estuvo veinte años cumpliendo ese triste papel en destinos varios europeos, hasta que se divorció y volvió a Brasil con sus dos hijos (uno esquizofrénico) y se instaló en el departamento entre Leme y Copacabana en el que viviría hasta su muerte en 1977. Había empezado a publicar sus libros rarísimos cuando era esposa de diplomático. Los siguió publicando cuando volvió a Brasil. Además, aceptaba el trabajo que fuese para parar la olla. Tradujo (con legendaria desidia) novelas de Agatha Christie y Simenon y Anne Rice. Escribió, con seudónimo, un consultorio sentimental en el que sólo recomendaba el uso de productos Ponds (era la marca que financiaba la columna). En la pared de aquel living en Leme tenía un retrato que le hizo De Chirico en Roma, en 1941 (no era a De Chirico a quien debió haber conocido, sino al hermano loco del pintor, que es el secreto mejor guardado de la literatura italiana, pero siempre pasan esas cosas: Duchamp pasó al lado de Gombrowicz en el Tortoni y ninguno de los dos lo registró, ninguno sabía quién era el otro). Creía en la magia, en cualquier magia. Nadie describió mejor que ella la relación con los ansiolíticos (“Cuando tomo una pastilla no oigo mis gritos. Sé que estoy gritando pero no me oigo”). Torturaba a los amigos por teléfono en medio de la noche. Mentía como nadie, y decía la verdad como ninguno.

Eso se hizo evidente en 1967 cuando aceptó hacer una columna semanal, cada sábado, en el Jornal do Brasil. Sus amigos, su editor, todos le dijeron lo que tenía que hacer: “Sea usted misma”. Ella, que se había pasado la vida preguntándose “si yo fuera yo, qué haría”, pidió a sus lectores: “Avísenme si empiezo a convertirme en demasiado yo misma”. Les dijo también: “Hoy sólo quería escribir, y serían dos o tres líneas, sobre cuando un dolor físico pasa. De cómo el cuerpo agradecido, todavía jadeando, ve hasta qué punto el alma es también el cuerpo”. Y también: “Me siento tan cerca de quien me lee”. La leían los taxistas y los filósofos, los juerguistas que miraban hacia su ventana a ver si había luz, cuando pasaban por su calle, y las vecinas que le dejaban de regalo ollas de moqueca de pulpo recién hecha. Escribió durante seis años esa columna, cada sábado. Dijo en una de ellas: “Quiero que los otros comprendan lo que jamás entenderé”. Les enseñó a los brasileños que se podía pensar sin ser racional (“Estoy habituada a no considerar peligroso pensar. Pienso y no me impresiono. Pero no soy intelectual, ni racional. Eso es usar sobre todo la inteligencia, y yo no hago eso: lo que uso es la intuición, el instinto. Voy a ver una película y no entiendo, pero siento. ¿Voy a verla de vuelta? No, no quiero arriesgarme a entender y no sentir”).

Estaba tan impresionada por los ojos tristes del joven Chico Buarque que quiso ayudarlo. El le dijo: “Rece por mí. No importa cómo. Porque tengo la secreta certidumbre de que usted está más cerca de Dios que yo, a pesar de lo maliciosa que es con El”. Ella le contestó desde una de sus columnas: “Son las cuatro de la madrugada y es una hora tan bella que cualquiera que esté despierto está de algún modo rezando. Así que yo estoy rezando por ti, Chico”. Sus hijos se quejaban de que nunca les contase un cuento que empezara Había Una Vez; la acusaban de no ser capaz. Ella dijo que sí era capaz. Y esto es lo que le salió: “Había una vez un pájaro. Dios mío”. Hay quien lamenta el triste destino de esos dos hijos. Yo creo que no ha de haber estado nada mal vivir al lado de una madre capaz de decir: “A medida que los hijos crecen, la madre debe disminuir de tamaño, pero la triste tendencia es seguir siendo enorme”. Una madre que confesaba: “Siempre fue y será una fiesta para mí cuando se rompe en casa un termómetro y se libera la gota gorda de mercurio plateado contenida en él, ese núcleo indomesticable”. El corazón del mundo le latía en el pecho. Se murió un día antes de cumplir 52 años. Había una vez un pájaro. Dios mío.




martes, 21 de octubre de 2025

CANCIÓN

Que salga la última estrella
de la avaricia de la noche
y venga la esperanza a arder
venga a arder en nuestro pecho

Que salgan también los ríos
de la paciencia terrena
En la mar la aventura
tiene orillas merecidas

Que salgan todos los soles
que se han podrido en el cielo
de los que no quisieron ver,
pero salgan de rodillas

Que de las manos salgan gestos
de pura transformación
Entre realidad y sueño
seremos nosotros el vértigo.

1951


CANÇÃO

Que saia a última estrela
da avareza da noite
e a esperança venha arder
venha arder em nosso peito

E saiam também os rios
da paciência da terra
É no mar que a aventura
tem as margens que merece

E saiam todos os sóis
que apodreceram no céu
dos que não quiseram ver
- mas que saiam de joelhos

E das mãos que saiam gestos
de pura transformação
Entre o real e o sonho
seremos nós a vertigem

Alexandre O'Neill

martes, 9 de septiembre de 2025

 Najwan Darwish

(1978)


Durmiendo en Gaza



Fado, dormiré como hace la gente

cuando caen las bombas

cuando el cielo se abre como carne viva,

soñaré como hace la gente

cuando caen las bombas:

soñaré con traiciones.


Despertaré a medio día y le preguntaré al radio

las preguntas que la gente se hace

¿Ya terminó el bombardeo?

¿Cuántos fueron asesinados?


Pero mi tragedia, Fado,

es que haya dos tipos de personas:

aquellos que lanzan sufrimiento y pecado

a la calle para poder dormir

y aquellos que coleccionan el sufrimiento, los pecados de la gente,

los tornan cruces, los presumen

por las calles de Babilonia y de Gaza y de Beirut

mientras plañen

¿van a venir más?

¿van a venir más?


Hace dos años, al sur de Beirut,

camine por las calles

de Dahieh,

arrastrando una cruz

tan grande como los edificios destrozados.

Pero ¿quién levantaría una cruz

de la espalda de un hombre cansado hoy en Jerusalén?


La tierra es tres clavos

y por piedad un martillo

Detente, Señor.

Detén los aviones.


¿Van a venir más?

¿Van a venir más?

 

Traducción de Alí Calderón

lunes, 1 de septiembre de 2025


Persona non grata


Aquí el inicio de la carnicería


Su final: mi grito lunar.​​ 


Sé que mi vidrio puede ser fragmentado por una bala. Apunta bien y trata de asesinarme​​ a mí. Mis pequeños son demasiado jóvenes para la muerte. Fruta verde poco apropiada para tus amos. Apunta bien: mi esposa está a salvo ahora en la cocina. Apunta bien, estoy aquí sólo leyendo​​ Le Fou d`Elsa. Si tu francotirador se encoge dos pulgadas podrá verme: una figura silente junto a la ventana del estudio.​​ 


Vengan.​​ 


Vengan con todos los horrendos fuegos de su malevolencia.​​ 


¡Vengan! Aquí yo tengo una escalera en espiral que une cielo y tierra, un ventilador que falla en la canícula, un tanque que se pasea sobre un vientre embarazado, y aquí tengo mis áridas naciones.​​ 


Cráneos coronados por medallas adquiridas por el tipo de cambio de la muerte, zapatos habitados por escorpiones. Oh, un vaso de agria y amarga agua a cambio de mi sangre y lágrimas. He sido herido: mi herida está viva, mi voz está viva, mi silencio está vivo. Inclino mi corazón en señal de respeto. Vengan.​​ 


Mi aflicción: el deslumbramiento.​​ 


Mi ira: la súplica.​​ 


Vengan.​​ 


Vengan.​​ 


El quedarme es mi huida.​​ 


Mi muerte es combate.​​ 


Juro por el higo y el aceite, por el silencio y el clamor, por la fertilidad y la esterilidad, por la miel y la cicuta, por el brote y la muerte, por la ignorancia y el conocimiento, por el ayer y por el hoy, juro que lucharé.​​ 


Seguiré luchando.​​ 


Lo haré.​​ 


Hasta que nazca la verdad y la mentira se desvanezca


Lo haré y lo haré, levantarme y hundirme, andaré y rodearé, soltaré y me abstendré, flotaré y me detendré.


¿Qué? ¿Cómo?


Así:​​ 


con una caída hasta la cima de la muerte,​​ 


con potros trotando tras las huellas de la tragicomedia.​​ 


Así:


tomando una siesta en un asiento de autobús –una inquebrantable celda.​​ 


Menstruación con esterilidad, esterilidad con menstruación, dolor y protesta, amor y odio: un idílico baldío.​​ 


Caminaré fuera de mi cuerpo, ya no puedo soportarlo.​​ 


Buscaré un amigo.​​ 


Me apartaré de mis pasos, ya no puedo soportarlo


Buscaré un camino.​​ 


No hay camino salvo yo


y estos son mis pasos.​​ 


Mi cuerpo es el siguiente paso.


Del poeta palestino Samih Al-Qasim

Traducción de Gustavo Osorio de Ita

domingo, 6 de julio de 2025

 

Hace 35 años moría Manuel Puig en México


Por Mario Gooboff


Se cumplen 35 años del fallecimiento de Manuel Puig, el escritor que modificó, talentosamente, después de Roberto Arlt y de Julio Cortázar, el habla en la literatura argentina, incorporándole la de las capas medias rurales, sus deseos y frustraciones antes del advenimiento del peronismo.

Para evitar la manida cuestión de las influencias, de las que la literatura es tan beneficiaria, creo que, en un caso como el de Manuel Puig, debería hablarse de comportamientos, de modalidades de su escritura, y de adhesiones naturales que la misma fue buscando. Más entonces que como “herencias”, con el sentido borgiano de “creación de sus precursores".

Entre éstos, Julio Cortázar declaraba en 1963: "Es muy fácil advertir que cada vez escribo menos bien y ésa es precisamente mi manera de buscar un estilo. Algunos críticos han hablado de regresión lamentable, porque naturalmente el proceso tradicional es ir del escribir mal al escribir bien. Pero a mí me parece que entre nosotros el estilo es también un problema ético, una cuestión de decencia”.

Antes, Roberto Arlt había vertido copiosas declaraciones contra el engolamiento verbal de ciertos literatos y, en frases que ocupan desde sus “Aguafuertes” a las preliminares “Palabras del autor” de Los lanzallamas, reivindicado un “escribir mal”, como un mal necesario frente a los bienes económicos, sociales, culturales y, en representación de todos ellos, lingüísticos, gramaticales, sintácticos, de un sistema que consideraba oprobioso y opresor.

El conflicto se entronca con uno de los dilemas de la cultura occidental; es, en última instancia el de un así caracterizado enfrentamiento entre dos culturas: la de las élites, identificada por la escritura; la popular, identificada por la tradición oral.

Si algo, justamente, no se le puede reprochar a Puig en este terreno, es haber cedido a ingenuidades como la de creer que podían transcribirse, en un texto de ficción, las hablas del pueblo. O la de creer que el pueblo (nunca se sabe por qué divino don) habla lenguajes puros o incontaminados.

Muy por el contrario, la suya es una construcción literaria que, como tal, escapa a la mentada naturalidad de las hablas y, por ende, a su popularidad, a su pretendido “progresismo”. Porque lo que Puig imita o transcribe (simula transcribir) no son hablas vírgenes (si es que alguna vez las hubo) sino los remedos que las clases populares, en virtud de un largo trabajo de deformación dirigida y querida, hacen de lenguajes ya fuertemente manipulados por otros textos, por la utilización de esos textos en los medios, etc.: el cine norteamericano, las revistas femeninas como eran Damas y DamitasMaribelPara Ti, los tangos y boleros.

Para que la literatura de Manuel Puig ofrezca la impresión de reflejar fielmente los procesos del habla argentina parecen necesarias numerosas operaciones de traducción. En primer lugar, naturalmente, de la voz a la escritura, y luego, en lo escrito, de aquello que se cree que es, o se presume que debe de ser el habla cotidiana de determinado medio, de determinado ambiente, a lo que verosímilmente se acepta como tal. Por último (si es verdad que cada escritor crea su propio lenguaje), se traduciría desde esa generalidad aceptada a una generalidad urdida, compuesta, elaborada por el narrador, de acuerdo no solo con sus modos de captar o percibir una lengua sino también con su modo particular de escribirla, con las necesidades de su ritmo, con los motivos y con los objetivos conscientes e inconscientes de su obrar.

Puig coloca, así, su textualidad en un grado más alto que el de esos materiales y, mediante operaciones de enmascaramiento y de distanciamiento, obtiene en sus textos la ilusión mimética que se le reconoce. Puesto que él es, por, sobre todo, un gran imitador (de gestos, de poses, de actitudes, de ideas y, sobre todo, de lenguajes).

A diferencia de Roberto Arlt, quien vivió su infancia y su primera juventud en un hogar impregnado de lenguas extranjeras, y donde se hablaba un dificultoso español, y a diferencia de Julio Cortázar, quien habló antes el francés que el español, y se formó en (por lo menos) esas dos lenguas simultáneamente, la impresión en Puig de la lengua extranjera que más actuará en él, el inglés, parece no venir del ámbito familiar; no ser, en todo caso, “familiar”, sino del medio y de los medios. Las marcas, pues, de lenguas extranjeras (salvo, quizás, la italiana) han sido ya pasadas por otras escrituras y por otros discursos. Puig los somete a procesos de traducción y de adaptación.

LENGUAJE FAMILIAR, ORALIDAD FEMENINA

En Puig hay traducción, pero con un procedimiento particular: es como si, a la inversa del proceso normal, él hiciera ir la lengua de llegada a la de partida. Sus historias se rigen por modelos, clichés, lexías, y se adaptan a ellos, tratan de ser vividas de acuerdo a esos cánones. Esa asunción, esa aparente sumisión a códigos no pertenecientes estrictamente a la “serie literaria”, conduce a que haya en él menos huellas literarias ajenas, jerarquizadas, cultas.

Tanto en Arlt como en Cortázar, la mención de autores y de libros es expresa, y establecen cadenas sintagmáticas desde el principio: Ponson du Terrail o Baudelaire, en el primero; la mitología griega, la lectura de autores franceses o ingleses en el segundo. En Puig, las menciones se desplazan a otros campos y, cuando los libros aparecen, se muestra muy distanciado de ellos, ya sea mediante el procedimiento narrativo, ya por las declaraciones en las que habitualmente sostiene no leer, no haber leído.

Por otra parte, las demás prácticas estéticas apenas si se mencionan en Arlt. Están, claro, presentes: ciertos parámetros del expresionismo, especialmente los del cine; el mismo cine norteamericano; Luigi Pirandello y los modos de teatralización a los que toda la obra de Arlt tiende. En Cortázar, las otras prácticas están muy presentes, particularmente la música y la pintura, y los modos de actuación y de representación a través de los medios, la radio, por ejemplo. Pero no puede negarse que, en ambos, la “serie” más próxima es la de la literatura misma. En Puig, se sabe, son otros sistemas semióticos los que, en cambio, forman parte constitutiva de la obra; sin ellos, sin sus lenguajes, no se podría concebir aquélla.

Arlt tiene conciencia de que en el habla cotidiana existen niveles de lenguaje diversos: el de la “sutilidad mercurial”, para dirigirse a gentes acomodadas; el de los “reos”, para ciertos personajes y gentes de mal vivir. Maneja el lenguaje de la calle, y lo hace entrar, como provocación, en el ámbito familiar o en las casas “finas”. Cortázar parte de un lenguaje culto, en el que se ha nutrido, pero, con gesto literario de raíz borgiana, hace hablar a cada personaje según su función. Cortázar se acerca a un universo ajeno, se interesa por él, y trata de acortar distancias ideológicas, políticas, estéticas, lingüísticas.

El surgimiento del lenguaje del cual se sirve Puig es interior, familiar; viene desde la intimidad, y hasta llega a actuar en niveles distintos simultáneamente, con autocensuras, con cosas que se piensan pero no se dicen, que se dicen pero no se escriben, que se escriben pero no deben leerse.

En consonancia con ello, y tal vez como un resultado natural del origen familiar de la oralidad reescrita por Puig, y de la novela familiar escrita por Puig, se destaca, frente a Arlt y a Cortázar, el acento infinitamente mayor, más interior, más íntimo, puesto sobre la oralidad femenina, la mejor captación de los modos de decir y, por ende, de sentir, de la mujer.

Esta impresión de intimidad no viene dada solamente por los llamados contenidos, por lo que los personajes dicen de personal, de privado, sino por los procedimientos utilizados para hacerlos narrar: esos distintos personajes narradores hablan para sí mismos, y hasta escriben para sí mismos, en una circularidad que, por lo general, parece perfecta, creando la ilusión de que emisores y receptores son las mismas personas. El uso de frases nominales, de diminutivos, de reflexivos y de posesivos, y las reiteraciones, refuerzan tal impresión.

Y las reiteraciones... ¿Se juntan, en este campo, otros hilos que estaban dispersos? ¿Qué es, aquí, reiterar, sino imitar lo que estaba consignado, inscripto antes? ¿Y qué es hacerlo aún en los más mínimos segmentos vocálicos?

Habida cuenta del carácter prácticamente programático de los nombres propios en los textos de ficción, y del carácter fundamental, identificatorio, genético, que ellos tienen en ciertos materiales previos de Puig, así como del asentamiento ideológico que el nombre propio supone, asombra su particular onomástica, ya que llama la atención esa insistencia en segmentos vocálicos como ta y to (en una constelación de etos e itas e itos: Rita, Mita, Paquita, boquitas pintadas, Berto, Héctor, Cobito). Ciertos nombres, como el tan importante de Toto (que, en sí, ya duplica la recurrencia) fueron seleccionados y decididos por Puig después de algunas redacciones de La traición...Infantiliza ese lenguaje, lo vuelve naif. Y lo socializa, porque es cierto que no hay canto sin oído, no hay palabra sin receptor y, acaso, sin interlocutor. Hablar, por eso, es mucho más que trasladar sentidos o que comunicar mensajes; es, a la vez que dar testimonio de mi presencia y de la existencia del otro, darle lugar; darle, también, voz.

Manuel Puig pone palabras, exclusivamente palabras, al dolor de sus personajes, pero no las palabras nacidas en ellos sino las que en sus cerebros han impuesto los medios, haciéndoles creer que son de ellos. Y nos muestra algo que en otros tiempos habríamos llamado “alienación”, es decir, hasta qué punto esas hablas, y los seres que por ellas se hablan, no se pertenecen.