sábado, 16 de mayo de 2020




Hombre en el mar

por Rubem Braga 

Desde mi balcón veo el mar, entre árboles y tejados. No hay nadie en la playa, que resplandece al sol. El viento es nordeste y va armando aquí y allá, en el hermoso azul de las aguas, escasas espumas que avanzan unos segundos y mueren, como bichos alegres y humildes; cerca de la tierra las olas son de color verde. Pero percibo un movimiento en un punto del mar: es un hombre nadando. Nada a cierta distancia de la playa con brazadas pausadas y enérgicas; nada a favor del agua y del viento y las pequeñas espumas que nacen y mueren parecen ir más ligero que él. Las espumas son leves, hechas de nada, toda su sustancia es agua, viento y luz, y el hombre tiene sus huesos, su carne, su corazón, todo su cuerpo para transportar en el agua. Él usa sus músculos con una energía tranquila. Avanza. Por cierto, no sospecha que un desconocido lo mira y lo admira porque está nadando en una playa desierta. No sé de dónde me viene esa admiración, pero encontré en ese hombre una nobleza calma, me siento solidario con él. Yo acompaño su esfuerzo solitario como si estuviese cumpliendo una hermosa misión. Ya nadó en mi presencia unos trescientos metros, dos veces lo perdí de vista cuando pasó detrás de los árboles, pero esperé con toda mi confianza que reapareciera su cabeza y el movimiento alternado de los brazos. Unos cincuenta metros más adelante lo perderé de vista, lo va a esconder un tejado. Me parece importante que él nade bien esos cincuenta o sesenta metros, es preciso que conserve el mismo golpe de su brazada y que yo lo vea desaparecer del mismo modo en que lo vi aparecer, al mismo ritmo, fuerte, lento, sereno. Será perfecto: la imagen de ese hombre me hace bien. Es sólo la imagen de un hombre y no llego a darme cuenta de su edad ni de los rasgos de su cara. Soy solidario con él y espero que él lo sea conmigo. Ojalá que él alcance el tejado rojo, entonces podré salir del balcón tranquilo, pensando: “Vi a un hombre en el mar, nadando solo, cuando lo percibí él ya estaba nadando, lo observé todo el tiempo y doy fe de que nadó siempre con firmeza y corrección, esperé a que llegara a un tejado rojo, llegó”. Ahora yo no soy más responsable de él, cumplí con mi deber, él cumplió el suyo. Lo admiro. No logro saber en qué reside la grandeza de su tarea, no estaba haciendo un gesto a favor de alguien ni construyendo algo útil, pero ciertamente hacía una cosa hermosa y lo hacía de un modo puro y viril. No desciendo a la playa para darle un apretón de manos, pero le doy mi apoyo silencioso, mi atención y mi estima a ese desconocido, a ese noble animal, a ese hombre, a ese correcto hermano. 

Traducción del portugués de Hebe Uhart 



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